Artículo publicado en Observatorio Económico Nº 53, Junio de 2011
El futuro crecimiento del país y su necesario sustento energético no puede decidirse desde la estética de víctimas y verdugos. Hemos demostrado como nación que somos mejores que eso. El tema es simple, para debatir con seriedad se debe responder cuanta energía necesitamos, de qué tipo debe ser, qué impactos ambientales estamos dispuestos a asumir, a qué precio y quién paga todo esto.
Por Fernando Fuentes*
* Profesor Facultad de Economía y Negocios, UAH. M.A. en Economía, Georgetown University. Ex Jefe de Regulación de la Comisión Nacional de Energía.
En el último tiempo se ha vivido una asombrosa vorágine de discusiones, dudas y alegatos en torno al futuro energético chileno. Quizás una interrogante que puede aclarar todo este ambiente de conflictividad sea: ¿estamos hablando de deseos o de oportunidades reales? Es evidente que todos quisiéramos cumplir paralelamente muchas metas, no obstante, si algo nos enseña la Economía es que no todos los objetivos se pueden lograr en plenitud al mismo tiempo, y que cada decisión tiene un costo de oportunidad. Para decirlo en fácil, cuando elegimos un camino siempre existe otro de cuyas ventajas no nos beneficiaremos.
Lo que está en juego es más que la política energética: es el desarrollo futuro de Chile. Para crecer, superar la pobreza y transformarse en una sociedad de oportunidades, es imprescindible no solo contar con una oferta energética acorde con dicho crecimiento, sino lograr precios de la energía que sustenten la competitividad de nuestros productos y garanticen el acceso de la población a niveles de consumo consistentes con la evolución de la Economía.
Todos estarían de acuerdo en crear una nación con ingresos altos y bien distribuidos, medioambiente limpio, políticas sociales capaces de superar la pobreza, empleos dignos y muchos otros deseos de prosperidad. En pocas palabras, quisiéramos tener la magia para inventar una solución que no existe en el mundo de lo posible. Pero al igual que en la adultez humana, la madurez de los países, en particular de sus políticos y autoridades, se mide en la capacidad de encontrar, aceptar y respetar un equilibrio que con seguridad no obtiene el máximo posible en ninguna de sus dimensiones. Veamos pues cuales son las ofertas que tenemos por delante.
¿Qué Hemos Escuchado Recientemente?
Las discusiones en torno al funcionamiento del sector eléctrico se han centrado en tema de la central HidroAysén y su línea de transmisión, lo cual hace razonable usar dicho contexto para visualizar los temas de fondo que han aparecido.
Revisemos cuáles son los argumentos en contra de este proyecto, sobre la base de dos clasificaciones:
1) Argumentos asociados al funcionamiento del mercado eléctrico:
– El desarrollo debe basarse en energías renovables. Chile cuenta con grandes reservas.
– Es más barato en el mediano plazo producir con energías renovables no convencionales.
– La eficiencia energética es una opción que mitigaría con fuerza el crecimiento de la demanda.
– El alza de los precios eléctricos se debe a un modelo con insuficiente competencia, por lo cual justificar HidroAysén sobre la base de costos más bajos no es razonable.
– El territorio afectado es de una considerable magnitud en términos medioambientales.
2) Argumentos de carácter sistémico:
– Cerca del 80% de la población está en contra de construir las centrales. En democracia se debe respetar el pronunciamiento de la gente.
– El lucro privado no respeta la naturaleza, por lo tanto el Estado debe intervenir para detener la depredación del medioambiente.
– Debe cambiarse el modelo de desarrollo desacoplando el crecimiento del PGB con la demanda eléctrica.
– Debe existir un mayor rol del Estado en la planificación del desarrollo eléctrico.,
-No se debe intervenir una zona natural virgen; ella es un patrimonio de la humanidad.
Veamos ahora qué argumentos se han planteado a favor del proyecto:
– La hidroelectricidad es más barata y limpia, por lo tanto, además de cuidar el medioambiente, tendrá un impacto en precios más bajos.
– Los precios altos son en parte el producto del atraso en la construcción de centrales, por las trabas políticas y medioambientales; no son el resultado de falta de competencia en el sector.
– Las energías renovables no convencionales son buenas, pero más caras. No tienen capacidad, a precios razonables, para reemplazar a las tecnologías tradicionales.
– Los contrarios al proyecto no indican cómo financiar otro tipo de energía, sin frenar el desarrollo del país, lo que afecta a los más pobres.
– La superficie afectada no es muy significativa, dada la capacidad de producción. Muchos países usan su capacidad hídrica. Brasil es uno de ellos. Chile se está quedando atrás.
Si se analiza la literalidad de las posturas, parece claro que se ha dado un diálogo de sordos, basado en una gran desinformación respecto del tema en sus dimensiones técnicas. Además, desafortunadamente, se ha vuelto un asunto más centrado en disputas de carácter político. Transformar el debate energético en un juego de trincheras ideológicas es nocivo para el país.
Analicemos, en primer término, los argumentos de carácter sistémico contra HidroAysén, que representan las críticas más radicales formuladas por grupos opositores a dicho proyecto.
Primero, se plantea que el rechazo popular mayoritario, expresado en las encuestas de opinión, debiese ser vinculante para una decisión que respeta la democracia. Pues bien, esta postura desconoce cómo deben funcionar las democracias modernas, que no están fundadas en el asambleísmo. Las personas eligen a sus representantes para que tomen un conjunto de decisiones conducentes al bien común, muchas de las cuales no son necesariamente populares. Por ejemplo, si se efectuara una encuesta respecto a mantener ciertos precios fijos por un período largo de tiempo, como el de la bencina o el de la misma electricidad, precios que afectan significativamente el presupuesto de las familias, es muy probable que una gran mayoría apoye esta moción. No obstante, en las democracias maduras, la clase política sabe que una acción de este tipo puede tener enormes costos para el país: empresas desfinanciadas que ponen en riesgo las inversiones futuras, o una restricción del presupuesto público disponible para políticas sociales focalizadas en los sectores más necesitados (sin contar los nocivos efectos distributivos y de eficiencia en la asignación de recursos). La experiencia muestra que cuando posturas demagógicas, que no respetan la realidad y sus limitaciones, llegan al poder, quienes más sufren al final del día son los más pobres y vulnerables.
Segundo. El maniqueísmo discursivo, que pretende representar el problema como una contradicción entre quienes defienden el planeta y aquellos que basados en el lucro lo destruyen, se viste de una superioridad moral que no le pertenece. Los incentivos económicos no representan una falla ética. Tratar de construir un mundo más amable y solidario es correcto desde cualquier punto de vista, pero ello no es un sustento para demonizar a quienes buscan maximizar beneficios económicos, siempre que lo hagan respetando las normas. Nadie ha sostenido que las normas no se deben respetar; decir lo contrario es falso.
Tercero. Pretender modificar mediante un acto de voluntad el modelo de desarrollo, de forma que la demanda por energía no se incremente en proporción al crecimiento del producto nacional, es un argumento de carácter prácticamente metafísico. Por cierto es vital fomentar el ahorro de energía y la eficiencia energética; en eso todos estamos de acuerdo. Lo que no es aceptable es que la proposición de cambiar el modelo surja después de no encontrar argumentos plausibles para explicar cómo se crecerá si no hay suficiente energía, o no indicar de dónde se obtendrán los recursos necesarios para el uso de tecnologías más limpias, pero más caras.
Por otra parte está el tema de no intervenir las zonas vírgenes de la naturaleza. La verdad es que nadie quiere hacerlo porque sí. La pregunta a responder es ¿qué alternativa existe? ¿Nos pagará el mundo la diferencia en los costos?
Por último, la vieja discusión respecto del tamaño del Estado debe asumirse con responsabilidad, y la Economía tiene algo que decir en este contexto: si existe una falla de mercado, se debe demostrar que está disponible una solución que tiene menos costos sociales que la falla misma. Esto no se ha hecho, e incluso no está nada de claro que la propuesta de la llamada carretera pública que pudiera trasmitir la energía desde Aysén al centro del país sea viable, más barata o socialmente óptima, desde la perspectiva de la eficiencia.
La discusión técnica tampoco ha sido un ejemplo de consistencia. En ella, las energías alternativas aparecen como más caras o más baratas, capaces tanto de solventar el crecimiento a precios razonables como de no hacerlo. Lo cierto es que la evidencia respecto a estas discrepancias es abundante. Aunque se observan diferencias en las cifras que estiman el costo de desarrollo de las distintas tecnologías, usando números conservadores en cualquier caso se concluye que las energías renovables no convencionales son hoy más caras, lo cual es un dato indesmentible.
Mientras la hidroelectricidad de embalse cuesta cerca de 45 USD/MWh, y el uso del carbón alrededor de 80 USD/MWh, prácticamente todos los expertos sitúan el costo de la energía eólica en más de 120 USD/MWh y el de la energía solar en más de 200 USD/MWh. Además, si bien la geotermia podría tener costos similares al carbón, el riesgo de exploración a costo hundido es muy alto, lo cual la encarece mucho desde el punto de vista del inversionista.
Asimismo, la demanda eléctrica crece en torno a los 500 MW al año, monto que podría bajar un poco con mayor ahorro y más eficiencia en el uso de la energía, pero que seguirá siendo de una magnitud tal, que definitivamente no es posible satisfacer solamente con energías alternativas (al menos a los precios existentes). Decir lo contrario se contradice con la realidad. Por el motivo expuesto, en el mediano plazo el carbón y la hidroelectricidad tendrán un rol preponderante. Sin perjuicio de lo señalado, apoyar en cierta magnitud el desarrollo de las energías alternativas es razonable, sobre todo bajo el argumento de impulso a una industria naciente. El problema es que la normativa vigente está siendo aplicada de modo inadecuado para estos efectos .
Por otro lado, nadie ha demostrado que los precios altos de la energía sean el resultado de poca competencia. Por el contrario, para quienes conocen la operación del sector, queda meridianamente claro que el atraso en las inversiones tiene un impacto al alza sobre los costos marginales y los precios de los contratos, lo que explicaría, en parte, los precios de hoy más allá del efecto de la sequía. En este ámbito lo evidente es que existe un desafío por mejorar nuestra institucionalidad, de modo de dar mayor certeza jurídica a las operaciones de inversión. En caso contrario, los precios altos habrán llegado para quedarse.
Por supuesto que muchos temas técnicos tienen aspectos discutibles, pero para entrar en una conversación seria todo participante debe responder al menos cuatro preguntas: ¿qué hacer?, ¿cómo hacerlo?, ¿a qué costo? y ¿quién paga?
Quien omita una parte, no está hablando con la verdad.
Desafíos del Futuro: ni Víctimas ni Verdugos
La respuesta que demos como país al tema energético marcará nuestro rumbo: o seguimos envueltos en una discusión bizantina, cuyos ejes oscilan entre la búsqueda del aplauso, la crítica sistémica voluntarista y la negación de la realidad; o logramos que nuestros líderes sociales asuman su responsabilidad en la persecución del bien común, y que formulen caminos realistas que incluyan los costos que la sociedad deba asumir en cada caso.
Chile no necesita buenas noticias imaginarias, sino elegir entre caminos posibles, que siempre incluyen costos. El futuro crecimiento del país y su necesario sustento energético no puede decidirse desde la estética de víctimas y verdugos. Hemos demostrado como nación que somos mejores que eso. Que se pongan, entonces, las ideas sobre la mesa, el tema es simple: cuanta energía y de qué tipo, con qué impactos ambientales, a qué precio y quién lo paga. Para encontrar buenas soluciones, sería deseable que quienes participan en el debate asuman la responsabilidad de contestar todas estas preguntas, ya que la omisión de alguna de ellas impide el desarrollo de un diálogo fecundo que redunde en verdaderas soluciones para Chile.