Artículo publicado en Observatorio Económico Nº 54, Julio de 2011
Por Lucas Navarro* y Pablo González**
Una política de ingreso familiar ético bien combinada con una de salario mínimo inspirada en objetivos de productividad puede ser mucho más potente que ambas separadas.
* Ph.D en Economía, Georgetown University, Estados Unidos
**Ph.D. en Economía, University of Texas A&M
Profesores Facultad de Economía y Negocios, UAH.
Durante la última década una de las grandes interrogantes en la economía chilena fue por qué un país relativamente ordenado en el orden macroeconómico y en materia regulatoria, no logra crecer a tasas elevadas a pesar del buen contexto internacional. La respuesta: evidencia de un posible letargo de la tasa de crecimiento de la productividad. Y uno de los factores productivos críticos es el factor trabajo.
Una vez más, al discutir un incremento del salario mínimo, surgen opiniones que destacan sus conocidos efectos negativos sobre la empleabilidad de los trabajadores potencialmente beneficiados por la política. Luego se concluye que el salario mínimo termina incumpliendo su rol: garantizar un ingreso que permita sostener las condiciones más básicas de vida de los trabajadores. Pero en esta discusión no está presente una visión de más largo plazo, que considere el efecto de este salario mínimo en materia de productividad y crecimiento.
Un salario nominal de 180 a 185 mil pesos como el actual puede ser sinceramente bajo. Sin embargo, por otro lado, existen muchos trabajadores con niveles de productividad inferiores a esa cifra, que por lo tanto no son contratados, sino excluidos del mercado laboral. Si bien es legítima la preocupación sobre el impacto de la política en estos excluidos, se deja de lado el valor que como señal este salario mínimo puede significar para el comportamiento de las empresas.
¿Qué hacen ellas cuando aumenta el salario mínimo? ¿Cierran? ¿Despiden a ciertos trabajadores y contratan a otros más productivos? ¿Aumentan los salarios sin destruir empleos? Si los salarios reflejan fielmente la productividad del trabajo, el aumento del salario mínimo debiera generar un efecto de destrucción neta de empleo. Sin embargo, no está determinado efectivamente que los trabajadores potencialmente beneficiarios de la política de salario mínimo son remunerados plenamente de acuerdo a su productividad.
Dado que la búsqueda de empleo es costosa en términos de tiempo y esfuerzo, existe algún grado de poder monopsónico por parte de las firmas en la determinación de los salarios. De hecho, esta es la base de la explicación de cómo se determinan los salarios en los innumerables estudios sobre desempleo a partir de los aportes de Dale Mortensen y Christopher Pissarides, quienes, junto a Peter Diamond fueron galardonados con el Nobel de economía el año pasado. En un mercado de trabajo en donde existen fricciones de búsqueda, el poder monopsónico surge porque las empresas conocen que para el trabajador será difícil encontrar un trabajo alternativo, y por lo tanto negocian un salario menor a su productividad.
Pero aun si los salarios reflejan la productividad de los trabajadores¹ , el argumento anti-salario mínimo la atribuye exclusivamente al capital humano. Esto dista de ser cierto puesto que la productividad del trabajo depende tanto de las características del trabajador como las de la firma en la que se desempeña. A productividad y capital humano constantes, los que se desempeñan en firmas más eficientes tienen mayores posibilidades de recibir un mejor salario. En ese sentido, un trabajo del destacado economista Daron Acemoglu muestra que la imposición de un salario mínimo restrictivo para las firmas de baja productividad genera un incentivo, una señal, para que ellas inviertan más para ser más productivas, y poder así afrontar los mayores costos laborales. Por ejemplo, una de las respuestas a esta política podría ser la mayor inversión en capacitación del personal menos calificado. Esta señal contribuiría entonces a aumentar la eficiencia del mercado de trabajo y el bienestar de la sociedad. Este efecto, que al final de cuentas se refleja en una mejor calidad del empleo y mayores salarios, puede ser relevante en el caso chileno, y podría representar una solución para el rompecabezas del crecimiento.
En lugar de considerar al salario mínimo un instrumento para garantizar un nivel mínimo de bienestar, objetivo loable pero que podría ser mejor alcanzado a través de la política de ingreso ético familiar, se podría interpretar al salario mínimo simplemente como una guía sobre un nivel de productividad mínimo objetivo para la sociedad. Bajo esta nueva interpretación, aumentos paulatinos del salario mínimo real podrían servir no solo como incentivos para mejorar la distribución de las rentas por trabajo en las empresas, sino como un estímulo a la inversión y mejoras de productividad.
Más aún, los efectos negativos de corto plazo de aumentos del salario mínimo podrían minimizarse en la medida que la política de ingreso ético familiar sea bien diseñada, de forma de contener a los expulsados del mercado laboral en el corto plazo, e incentivar la capacitación necesaria para su reinserción.
En definitiva, aceptar que se generen empleos de salarios muy bajos dista de contribuir al objetivo de alcanzar niveles de productividad comparables a los de países desarrollados.
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¹En el caso chileno hay evidencia, no obstante algo preliminar, de que tanto los salarios promedio como aquellos bajo esa cifra se han movido en línea con la productividad desde mediados de los años 90. En un país en donde el 80% de los trabajadores gana menos que el promedio, explorar esto con mayor detalle resulta relevante.