Artículo publicado en Observatorio Económico Nº 55, Agosto de 2011
Por Juan Foxley Rioseco*
*Profesor Facultad de Economía y Negocios UAH.
Si escogiéramos un mantra para la profesión de economista, incentivos debería estar entre los más obvios. Si los recursos son escasos, entonces tienen uso alternativo y un costo de oportunidad que hay que compensar. Así por ejemplo, si las personas son racionales –se nos dice–, a mayor remuneración, mejor rendimiento; vice-versa: si quiero grandes logros necesito proveer de grandes incentivos materiales. ¿Será tan así?
Recientes estudios empíricos en el campo de la economía del comportamiento nos dicen que la racionalidad de los incentivos descansa también en elementos no pecuniarios que obligan a replantearse la visión más simplista de “garrotes-zanahoria-performance”. La investigación en esta materia ha acumulado suficientes estudios novedosos desde que Daniel Kahneman, psicólogo de origen, ganara el Nobel de economía en 2002.
Una de las investigaciones más recientes realizada en MIT por Dan Ariely¹ , se propuso indagar en el efecto de los incentivos en el desempeño laboral. Lo hizo experimentalmente; utilizó pagos en dinero efectivo a trabajadores indios que recibían premios por rendimiento. Escogió India, donde podía pagar bonos sin exceder el presupuesto de la investigación.
Los experimentos fueron dos: el primero fue ofrecer tres tipos de bonos por desempeñar correctamente una serie de tareas que demandaban cierta habilidad manual, mental y creativa. Los bonos ofrecidos fueron uno estándar, uno alto y uno enorme; respectivamente: un salario equivalente a un día, un mes y cinco meses.
Por cierto, todos los participantes querían hacerlo mejor mientras más alta era la recompensa. Sin embargo, y contra lo esperado, el grupo que postulaba al bono enorme lo hizo peor. ¿Por qué? Porque los incentivos contienen un elemento de gratificación, pero también uno de estrés. Este último tiende a dominar cuando el premio ofrecido es demasiado grande por el mismo juego.
La explicación del resultado la ilustra el mismo Ariely con la sugestiva pregunta “¿se haría usted más chistoso si le ofrezco una alta suma por contarme una historia divertida durante los próximos cinco minutos?” Probablemente no. Se estresará pensando en el premio y, si no renuncia al juego, terminará provocando una celebración más compasiva que genuina.
En el segundo experimento, se pagaron bonos idénticos a grupos que realizaban separadamente dos tareas distintas. Una consistía en labores mecánicas y rutinarias. Otra, demandaba habilidades analíticas y creativas para resolver problemas. ¿Resultado?
Los bonos funcionaron mejorando de manera directamente proporcional, casi lineal y de acuerdo a lo esperado, dentro del primer grupo. En el segundo en cambio, el resultado fue menos obvio. Alto bono ofrecido, baja performance. De nuevo, pero ahora derivado de la complejidad de la tarea, el resultado del bono fue contraproducente. De nuevo la tensión dominó al deseo de hacerlo bien.
Ciertamente el estudio podría albergar interesantes implicancias para el mejor diseño de esquemas de incentivos en las empresas, pero por cierto también el plano de la política pública.
¿Cuál será, para los accionistas de los bancos, el monto adecuado de bonos a sus ejecutivos?
¿Cómo premiar a los mejores profesores en escuelas chilenas donde se requiere enorme creatividad para sacar de la precariedad a niños carenciados?
Y si tiene dudas, una pregunta personal: ¿le gustaría entrar a un quirófano donde su cirujano cardiólogo pensara la mitad de su tiempo en un bono por operarlo bien contra una demanda judicial por hacerlo mal?
En definitiva, todas respuestas difíciles, más apropiadas de responder caso a caso, probablemente. Y por supuesto, no se trata de invalidar los incentivos. Sí de perfeccionarlos para que no sean ni redundantes ni contraproducentes.
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¹ARIELY, Dan. The Upside of Irrationality: The Unexpected Benefits of Defying Logic at Work and at Home. Nueva York : Harper. 2010.