Artículo publicado en Observatorio Económico Nº 59, Diciembre 2011
Por Carlos García, Doctor en Economía, UCLA. Profesor Facultad de Economía y Negocios, UAH.
La competencia deseable en un mercado, como el de los pollos, puede ser una catástrofe en otro, como en el de la energía.
En suma, cualquier información que signifique conocer acerca de la oferta o de la demanda es un vehículo anticompetitivo y debe explícitamente prohibirse que las asociaciones gremiales la conozcan, y reservar para estas entidades solo la información que transversalmente resuelva
un problema de bien público para la industria, mientras tanto estas acciones no lleven solapadamente a vulnerar las limitaciones señaladas. Al respecto, la FNE elaboró y publicó a principio de 2011 la “Guía de Asociaciones Gremiales y Libre Competencia”, disponible en su página web. En esta guía, el ente fiscalizador entrega una serie de recomendaciones a las empresas respecto de cómo actuar frente a una asociación gremial, y a éstas respecto de cuáles de sus tareas serán consideradas anticompetitivas.
La figura de abajo ilustra mi propuesta respecto de cómo proceder con las asociaciones gremiales, entendiendo que el libre mercado “ideal” estaría conformado por mercados spot como los observados en las ferias libres, mientras que en el otro extremo se estaría con una única empresa integrada o fusionada. En el medio está lo que podemos dejar al arbitrio de las asociaciones gremiales versus aquello que debe ser por ley prohibido: todas aquellas actividades que entregan información de la demanda, de costos y de los rivales en el mercado. Esas actividades deberían estar prohibidas por ley y, per se, consideradas colusivas en la legislación chilena.
Un principio básico para los economistas es que la competencia en los mercados es en general buena, sobre todo cuando no están presentes fallas de mercado, como en el caso de los bienes públicos y las externalidades. ¿Quién estaría dispuesto a financiar un bien público –como una plaza- si una vez construida, nadie puede quedar excluido de sus beneficios? Por otra parte, las externalidades impiden que los costos y beneficios de producir un bien se reflejen totalmente en los precios de mercado. Un caso clásico es la contaminación. Una empresa causa una externalidad si contamina el medio ambiente porque sus desechos contaminan la oferta de agua del sector: matan la flora y fauna y despiden malos olores. En ese caso el costo de la producción de esa empresa, para la sociedad, es más alto que el precio de mercado, y por tanto su producción es excesiva desde un punto de vista social. Todos estos conceptos están muy bien en el papel, y me imagino que son los que impulsan a muchos de mis colegas a firmar cada cierto tiempo enfervorizadas cartas en favor de la libre competencia y las licitaciones. Sin duda que en ellos corre la sangre de Adam Smith, quien veía monopolios y consumidores abusados en cada esquina de su antigua Inglaterra.
Sin embargo pocos se acuerdan que fue precisamente el libre mercado de los años treinta –sumado al patrón oro– lo que arruinó a la economía mundial y llevó a millones de personas a la desesperanza. Esto es un hecho de la historia, no un dogma. También se olvidan que muchos de los experimentos más exitosos en términos de crecimiento económico después de la segunda guerra mundial ( Japón, Corea, China, India, e incluso Estados Unidos) se basaron en políticas industriales que estaban lejos de la libre competencia extrema. Ese también es otro hecho.
Resulta innegable que la reciente colusión entre las empresas productoras de pollos es una conducta inaceptable, abusiva, y merecedora de penas fuertes. Lo mismo corre para las compañías telefónicas que fueron multadas por la Corte Suprema por impedir artificialmente el acceso a otros competidores. Eso está fuera de discusión. Sin embargo, lo que es importante comprender es que no todos los mercados son iguales. La competencia puede ser un buen remedio para la producción de pollos y de servicios telefónicos, pero nada asegura que ese remedio funcione en todos los mercados, especialmente en aquellos donde sus fallas producen un fuerte efecto en otros sectores de la economía. Veamos un par de casos:
Primero, consideremos el sistema financiero, en particular los bancos. En la década de los setenta, la apertura del sistema financiero era un dogma. Ésta aseguraría un crecimiento económico para Chile durante décadas. Sin embargo, al poco andar la reforma liberalizadora de la banca no solo tropezó, sino que se descarrió, lo que llevó en 1982 a la intervención de once instituciones financieras, a las que luego se sumaron ocho en 1983. El resultado del descalabro fue unos cuantos bancos liquidados, varias financieras desaparecidas y muchos ahorros y sueños perdidos. La externalidad nefasta de esa crisis financiera se esparció rápidamente por toda la economía chilena, llevándola una de las peores recesiones de la historia, y que ojalá recordemos por mucho tiempo. La solución de las autoridades de la época fue la fuerte regulación del sector y el resultado fue sin duda, menos competencia. Los paladines de la libre competencia resurgieron a fines de la década pasada para liberalizar la banca en protesta por las altas rentabilidades de la industria. Sin embargo, la crisis financiera internacional de 2008, que todavía azota a los mercados, ha demostrado nuevamente que no solo importa la cantidad de la competencia sino su calidad, a pesar que eso signifique más barreras a la entrada.
Segundo: la generación de energía eléctrica en el país. Se reclama que es un sector poco competitivo, con importantes barreras a la entrada, pese a que han entrado
muchos nuevos actores. No obstante ello, este mercado es particular porque las empresas deben asegurar el suministro eléctrico: se trata de un servicio básico que no le puede faltar a la población ¿Qué ocurriría si la entrada de nuevas empresas sin espaldas financieras para enfrentar escasez de oferta para abastecer a sus clientes por shocks climáticos severos obligara al resto del sistema eléctrico a cubrir esa negligencia? La respuesta es simple: o los precios eléctricos subirían –porque las empresas sólidas incluirían en sus costos el riesgo de respaldar empresas ineficientes o correríamos el riesgo de quedarnos sin luz con más frecuencia que de costumbre. Nuevamente, importa la calidad de la competencia y por tanto se deben exigir garantías que aseguren el respaldo económico de las empresas que quieren participar en esta industria en particular. Por cierto, algunos dirán “más barreras a la entrada”, pero si uno quiere alta seguridad, alta confiabilidad, debe pagarla. La libre entrada es siempre deseable, pero si ello posibilita el ingreso de “rifleros”, es decir, de aquellos que hacen promesas que no pueden cumplir, entonces cuidado con la seguridad del sistema.
En definitiva, cuidado: puede ser que de tanto pelear por más competencia, nos quedemos sin luz, ni agua, ni gas, ni bancos… y ahí sí los consumidores sufriríamos las consecuencias.
Decano: Jorge Rodríguez Grossi.
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