Por Eugenio Giolito* y Marcela Perticara**
*Ph. D en Economía y Magíster en Economía, Universidad de Maryland, Estados Unidos. Magíster en Economía, Universidad de CEMA, Argentina. Académico Facultad de Economía y Negocios UAH.
** *Ph.D. en Economía, University of Texas A&M, Estados Unidos. Académica Facultad de Economía y Negocios UAH.
Artículo publicado en Revista Observatorio Económico Nº 67, noviembre de 2012
Es notable la creciente sintonía que en los últimos tiempos han adquirido las voces de los representantes del CRUCH (Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas), la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile), CONES (Coordinadora Nacional Estudiantes Secundarios) e inclusive parlamentarios, sobre la petición de aumento de fondos para las universidades del CRUCH, a veces detrás del entrañable argumento de “defender la educación pública”.
En Chile el significado de educación pública no es el mismo que se conoce en cualquier otro país del mundo; aquí “público” es sinónimo de “tradicional” y “tradicional” se refiere a todo establecimiento de educación superior existente en el año 1981. Recordemos, aunque sea extremadamente obvio, que en el conjunto de Universidades CRUCH hay muchas que son privadas. Y la única razón por la cual un conjunto de universidades que son entidades privadas debe tener financiamiento estatal, mientras que otro conjunto de universidades con la misma figura legal no pueden acceder a él, es su carácter “tradicional” (de las tradiciones de 1981, claro). Hecha esta salvedad, tampoco es claro por qué las universidades llamadas públicas (Universidad de Chile, por ejemplo) reciben estos fondos públicos ya que tienen una política de aranceles y admisión que no dista mucho de las universidades privadas. Es muy llamativo que estas proclamas no generen ningún tipo de polémica, como si todos pensaran que esto es normal.
En muy pocas oportunidades se han escuchado voces que cuestionen el rol del CRUCH y el financiamiento basal (y como veremos muy discriminatorio) que el Estado les ha dado a las universidades que integran este Consejo, en particular, los aportes fiscales directos y algunas becas que son exclusivas para estudiantes de estas universidades.
Los argumentos más escuchados para esta reivindicación de tradiciones suelen hablar de “inclusión” y de “eficiencia”. Inclusión, porque el sistema de admisión a las Universidades CRUCH no discrimina por nada que no fuera “mérito”. Mérito medido por la PSU, notas en la enseñanza media y, -más recientemente- el ranking del estudiante entre sus pares. Sin embargo, sabemos que todo esto no hace más que seleccionar por nivel socioeconómico.
En los últimos 20 años, junto con la enorme expansión de la matrícula universitaria, se observa un cambio en la composición socioeconómica de la población de estudiantes. En 1990, el 63% de los estudiantes universitarios pertenecía a los últimos 3 deciles de ingreso. Según los datos de la última encuesta CASEN, en 2011 esa cifra se redujo al 44% (ver Gráfico 1). Una nueva generación de estudiantes de clase media se incorporó a la educación superior, aunque, si observamos los números con un poco mayor de detalle esta realidad aún no se ve reflejada. En la Universidad de Chile y la Universidad Católica de Chile, las dos más importantes del país, 1 de cada 3 estudiantes pertenecen al 10% de los hogares más ricos, mientras que el 50% proviene de colegios particulares pagados (ver Gráfico 2)1. Un canto a lo “tradicional”. Las llamadas “Universidades de Excelencia” (y que financiamos tan fuertemente) reciben en promedio a los estudiantes de familias con más ingresos del país. Independiente de que paguen o no paguen su arancel (esto es, que reciban o no beca del Estado o de su universidad), disfrutan además de otros recursos que no provienen del pago de matrícula y aranceles. Estos les permiten comprar bienes materiales e infraestructura, que no necesariamente se condicen con asegurar mejor calidad de educación. Demás está decir que estas universidades no deben rendir cuenta al Estado en qué gastan esos aportes.
Ciertamente, el argumento distributivo no puede esgrimirse para justificar los aportes basales a las universidades del CRUCH (al menos no a la Universidad de Chile y a la Universidad Católica). ¿Podemos entonces, usar un argumento de eficiencia? Usualmente se habla que las Universidades del CRUCH constituyen la única oferta de calidad del mercado. Es cierto que en promedio, este conjunto de Universidades tienen muy buenos indicadores de desempeño (medido por publicaciones indexadas, obtención de fondos concursables, entre otras variables). Pero la pregunta que subyace es dónde estarían si hubieran tenido que sostener sus actividades académicas solo en base a ingreso de matrícula y si están efectivamente produciendo en la frontera de sus posibilidades. O dónde estarían si, coincidentemente y despojadas de toda “tradición”, hubiesen comenzado sus actividades después de 1981.
Cuando se hace la reforma universitaria en el año 1981 y se constituye el Consejo de Rectores, se instituye una regla de aportes directos a estas universidades. El 95% de estos aportes se hacen en base a criterios históricos, mientras que sólo un 5% se hace por criterios de productividad. Esto significa que por más de 30 años el 95% del aporte fiscal directo a las Universidades del CRUCH (que proviene de nuestros bolsillos) se ha hecho en base a criterios históricos. Los aportes totales a las universidades del CRUCH han aumentado más del 200% en los últimos veinte años2. En el año 2011, aproximadamente 35% de los aportes directos, y 25% del total de los recursos se destinaron a la Universidad de Chile y a la Universidad Católica, justamente en las que están los estudiantes de mayores recursos. En términos per cápita estas dos universidades reciben respectivamente cada 1.2 y 1 millón de pesos por alumno de aporte fiscal directo, mientras que estas cifras se elevan a aproximadamente 2.4 y 1.9 millones de pesos por alumno si sumamos el total de aportes públicos a estas universidades3. La distribución de becas estudiantiles también está fuertemente concentrada en las Universidades del CRUCH mientras que el tan comentado CAE (Crédito con aval del Estado) se concentra en las Universidades Privadas, justamente las que reciben a los estudiantes de menores recursos (ver Figura 3).
Podemos a esta altura animarnos a decir que existe una fuerte evidencia que el financiamiento actual del sistema de educación superior es altamente regresivo. El sistema tradicional de Universidades no está cumpliendo ningún rol en promover la movilidad social. A menos que el significado de movilidad social se interprete como subsidiar un sector de la sociedad en la educación básica y media y al resto en la educación superior.
Las Universidades del CRUCH tampoco han liderado la inclusión de las nuevas generaciones de estudiantes en el sistema universitario. Son las Universidades Privadas (y también los Institutos Profesionales y los Centros de Formación Técnica) los que han liderado el aumento de matrícula, y que aumentan fuertemente las tasas de acceso a educación superior que tanto le sirven a Chile para mejorar su posición en algunos ránkings sociales y económicos. Para entender esto basta con ver cómo se distribuyen entre los distintos tipos de instituciones de educación superior los jóvenes que son la primera generación en tener estudios superiores (ver Tabla 1).
Una característica muy llamativa sobre el debate de la educación superior es que se habla de instituciones como si fueran personas, dado que son sujetos de juicios morales. Así, se habla de instituciones que lucran versus instituciones que no lo hacen (como si no fueran personas las que persiguen el ánimo de lucro). También al centrarse el debate en instituciones y no en personas, se pasa de largo lo que debería estar al centro de la discusión: los cientos de miles de estudiantes que son universitarios de primera generación y que estudian en instituciones de calidad variada y contraen deudas muy importantes con escaso apoyo gubernamental. Quizás sea cierto que la matrícula se expandió demasiado rápido, quizás el sistema no fue capaz de absorber tamaño crecimiento en condiciones que aseguren una calidad mínima.
A uno le gustaría escuchar por qué los derechos de tantos estudiantes (muchos ellos de nivel socioeconómico medio y medio bajo) que no pueden acceder a las “tradicionales” (y beneficiarse así de recursos públicos) son desoídos por sus mismos compañeros que levantan las pancartas de más recursos para la educación pública. Nada de eso se escucha. El debate sobre cómo financiar y gestionar la educación superior está teñido de prejuicios. Si es cierto que nuestro sistema educativo básico y medio no es capaz de preparar adecuadamente a los jóvenes para una educación superior rigurosa (sea de lucro, de caridad o fiscal), pongamos entonces el tema sobre la mesa.
Igualmente, si el caso es que el sistema de educación superior es simplemente inadecuado (independientemente de quien los financie). Demorar esos debates para suplirlos por otros más elegantes o de mayor corrección política puede dañar a una generación de jóvenes.
Hasta que no nos decidamos a dejar la tradición, es dudoso que podamos entrar a la modernidad.