Por Carlos García T., Ph.D. en Economía, University of California at Los Angeles, Estados Unidos. Profesor Facultad de Economía y Negocios.
Artículo publicado en Revista Observatorio Económico Nº 62, Mayo de 2012
En los últimos años han ocurrido dos hechos importantes en la economía mundial. Primero, un aumento sostenido en los precios de los commodities (minerales, combustibles, alimentos, etc.) y segundo, la inflación de bienes y servicios se ha mantenido contralada. Todos estos elementos están provocando presiones distributivas importantes en muchas economías, entre ellas la chilena. En efecto: solo basta notar que el control de la inflación se ha dado en un contexto donde muchos precios básicos (maíz, trigo, arroz, parafina, bencina y otros) suben, para darse cuenta de que alguien se está acomodando a estos aumentos.
Para mantener estable la inflación se debe cumplir una regla muy simple: si por un lado suben los precios de los alimentos básicos y los de la energía, por otro lado deben estar cayendo otros precios; en caso contrario la inflación se desbordaría, situación que ha estado lejos de ocurrir. En consecuencia, es importante preguntarse si estos cambios relativos son relevantes. Por ejemplo si afectan a los más desfavorecidos de nuestra sociedad, y en caso que esto ocurra, cuáles son las políticas económicas apropiadas para enfrentarlos.
No hay duda que los aumentos del precio del petróleo son considerados dañinos. Todos sabemos que el crudo es un insumo vital para la industria, por tanto si su precio aumenta y las empresas no pueden cambiar entonces los márgenes de ganancias, ellas se deprimirán. Con ello, muchas firmas decidirán despedir trabajadores, incrementándose la tasa de desempleo.
Una pregunta obvia es por qué las empresas no pueden ajustar sus precios para enfrentar estos aumentos de costos. La respuesta, sin embargo, no es obvia. Mencionemos solamente que es un resultado que se da ha dado en muchas economías –incluida la nuestra– y que refleja una falla crucial del sistema de mercado en el corto plazo (un año, un año y medio después de un cambio económico). Por varias razones cuya explicación va más allá de esta columna, los precios de muchos productos no son flexibles a los cambios de la demanda y la oferta. Una explicación muy simple pero incompleta es por la existencia de contratos establecidos de antemano, que impiden a las empresas subir los precios a sus clientes finales.
Al respecto, una opción de política es subir la tasa de interés para presionar los salarios a la baja y así ayudar a las firmas a descomprimir el aumento de costo por los incrementos del precio del petróleo. La disminución de los salarios puede dificultarse, a su vez, por la existencia de rigideces en los propios salarios (nuevamente por la coexistencia de contratos), con lo cual el Banco Central debería llevar a cabo una política monetaria aún más agresiva: subir más la tasa de interés para descomprimir los costos de las empresas.
En cambio, por el lado de los consumidores, se argumenta que las personas que tienen automóviles, por ejemplo, son lo suficientemente pudientes para absorber los aumentos de los precios del petróleo. Además, también se argumenta que el uso de automóviles privados es altamente contaminante y provoca accidentes que pueden evitarse con un uso adecuado y racional del transporte público. Obviamente la inexistencia de un transporte público razonable también es otro tema que escapa de esta columna, pero que complica el ajuste que deben hacer las familias cuando deben pensar en dejar de usar más intensivamente el automóvil debido al aumento de los precios del petróleo.
Pasemos ahora aun tema más complejo: el aumento del precio de alimentos básicos como el trigo, maíz, la leche y el arroz. En este caso la sustitución de estos productos no es tan viable, especialmente para las familias más pobres. A diferencia del petróleo, una familia acomodada puede dejar de usar dos de sus tres autos, o uno de sus dos autos. En cambio, si una familia más pobre reduce su presupuesto en alimentos lo hace a un costo importante: los efectos sobre la salud de los trabajadores más modestos no son menores y la malnutrición de los niños de esas familias afectará su desarrollo y su potencial para el futuro. Por otro lado, si el precio de estos alimentos golpea la inflación y con ello el Banco Central endurece las condiciones monetarias, será como tratar de matar a un pájaro con un cañón. Caerá la inflación por una reducción de los salarios –como se explicó más arriba–, pero golpeará dos veces a los más desposeídos: además de comprar los alimentos más caros obtendrán salarios más bajos. Sin duda una receta muy amarga.
¿Opciones? Una alternativa popular son los subsidios a los productos básicos. Con ellos se puede reducir el precio de ciertos productos básicos, pero no solo los más pobres se vean favorecidos, sino también las familias más con más recursos: aquellas que tienen los mecanismos para enfrentar los shocks negativos o cambios desfavorables de un aumento de los precios de productos básicos. En otras palabras, reemplazamos el cañón por el exceso de benevolencia. Al mismo tiempo, el subsidio favorece también a los productores nacionales, quienes ahora reciben un precio más alto por sus productos: a río revuelto, ganancia de pescadores.
Una alternativa a los subsidios es observar que el ciclo económico de los últimos años también ha favorecido a precios de productos de los cuales países como Chile son importantes exportadores. El precio del cobre ha alcanzado niveles siderales. Como en una antigua película de cowboys de los cincuenta, en esta historia hay precios “buenos” y otros “malos”. El cobre es uno bueno, y puede ser un gran estabilizador de los precios malos, por lo menos para las personas que los necesitan. La mecánica funcionaría como fondos de estabilización comunicados: parte de los beneficios del cobre se traspasarían a programas para la compra de alimentos para los más necesitados. No se trata de fijar precios, sino de trasladar una fracción de los beneficios del cobre a un sector de la población que no puede suavizar su consumo frente a estas alzas sostenida en los precios de los productos básicos.
Los fondos del cobre se necesitan mayoritariamente para enfrentar futuras crisis y financiar importantes gastos destinados a educación, salud y previsión, todo en función de un mayor desarrollo económico para los próximos años. Sin embargo, programas focalizados destinados a todos aquellos que no pueden enfrentar este severo shock en los precios de los alimentos es un tema de mínima dignidad. En especial en un futuro cercano: en estos momentos los precios de muchos commodities no están subiendo con toda la fuerza que podrían hacerlo producto de la crisis financiera internacional que tiene en recesión a Europa y estancado a Japón y a los Estados Unidos. Pero una vez que estas economías retomen su crecimiento, ellas impulsarán el crecimiento de grandes bloques emergentes como China, Brasil e India, y con ello los precios de los alimentos subirán aún más, colocando en una situación alimentaria compleja a muchos de nuestros compatriotas.
En otras palabras, el boom del cobre es también la maldición de los alimentos y la energía. Debemos reconocer esa dualidad en el actual ciclo. Los buenos precios del cobre no son libres de carga: vienen acompañados de malos precios para otros productos. No podemos omitir esa realidad y pensar que podemos ahorrar todos los ingresos del cobre para educación superior, por ejemplo: también deben servir para moderar el actual ciclo de los otros precios de los commodities. De lo contrario, aquellos que no pueden suavizar este fenómeno sufrirán pérdidas netas y quizás irrecuperables en el largo plazo. Estas personas –a diferencias de otras que están organizadas en grupos de interés más efectivos (como los estudiantes o las personas que viven en una región específica) – están dispersas y tienen escaso poder político y económico. Por eso, debemos ser consientes que este shock silencioso que sórdidamente está corroyendo el poder de compras de muchos chilenos. Así, en unos años más para muchos de ellos será más barato comprar o conseguir un teléfono celular o una TV de HD que alimentarse en forma apropiada.