Por Eugenio Giolito* y Lucas Navarro**.
*Ph. D en Economía, Universidad de Maryland Académico de la Universidad Alberto Hurtado.
**Ph.D en Economía, Georgetown University. Director Magíster en Economía, Universidad Alberto Hurtado / Georgetown University.
Artículo publicado en Revista Observatorio Económico Nº 75, septiembre de 2013.
En una columna anterior nos preguntábamos qué tipo de bien o valor agregado reciben los alumnos de distintos colegios (municipales, particular subvencionado y particular pagado) que ingresan a las universidades. Allí notábamos que los alumnos egresados de colegios particulares pagados mayoritariamente estudiaban en universidades con mejor índice de número de profesores por alumno, con más altos grados académicos y con superior dedicación a la investigación, en comparación con universidades donde ingresaban los alumnos egresados del resto de los colegios. El análisis concluía con la sugerencia de que los alumnos de los tres tipos de colegios recibían distintos tipos y calidades de servicios de educación universitaria. En este artículo nos interesa conocer cómo está comportándose el Estado en el mantenimiento o disminución de esas desigualdades. Para eso nos preguntaremos, en primer lugar, cómo se distribuyen los recursos fiscales entre las universidades y cómo se determinan esos aportes.
Según los datos de la Contraloría General de la República, se deduce que del total de matriculados en universidades en 2012 el Estado gastó $1.375.000 por alumno. De ese monto, 34% representa un aporte estatal a las instituciones y el resto es financiación a los estudiantes a través de becas o créditos. Esto implica que, a diferencia del sistema de financiamiento escolar, el aporte fiscal a la educación superior está enfocado simultáneamente en la oferta del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH) y en la demanda. La Figura 1 muestra la distribución de ese gasto fiscal por universidad en el año 2012. Se constata que el aporte institucional está concentrado casi en su totalidad en las 25 universidades pertenecientes al CRUCH (16 estatales y 9 privadas), en tanto que la financiación a universidades privadas, no pertenecientes a dicho organismo, está en su mayoría ligada a ayudas y créditos estudiantiles (las excepciones a esta regla tienen que ver con proyectos Conicyt).
También pueden apreciarse diferencias importantes en el gasto fiscal por alumno. Más allá de los criterios con los que el Estado distribuye ese financiamiento, ¿a qué tipo de estudiantes está dirigido ese gasto? Una manera de responder es considerando el gasto fiscal promedio por alumno de las universidades a las que asisten los egresados de la enseñanza media según tipo de colegio. Para ello, cruzamos los datos de gasto fiscal de la Contraloría con la distribución de la matrícula entre las universidades según tipo de colegio de origen. Así podemos conocer el gasto estatal promedio por alumno en la universidad a la que asiste un joven egresado de un colegio municipal, particular subvencionado y particular pagado, según el caso. La Tabla 1 presenta estos indicadores y permite apreciar la contribución de los distintos componentes del aporte fiscal a las universidades: 53% del dinero que reciben las instituciones se explica por el Aporte Fiscal Directo (AFD) asignado a las universidades del CRUCH según criterios históricos. Otro elemento importante es el Aporte Fiscal Indirecto (AFI), que se entrega como “premio” por captar a los estudiantes con mejores puntajes en las prueba de selección universitaria (PSU). Por otro lado, la subvención a estudiantes proviene, principalmente, del Fondo Solidario de Crédito Universitario (FSCU) –crédito disponible para alumnos de universidades del CRUCH a una tasa del 2% anual–, el Crédito con Aval del Estado (CAE), que ha ganado mucha importancia desde 2010, y distintos programas de becas.
Si tomamos en cuenta la distribución de estos aportes según la universidad “promedio” a la que asisten alumnos de distintos colegios surgen interesantes resultados. En lo que concierne al financiamiento de la demanda, los datos muestran que el aporte fiscal por alumno (en carácter de beca y/o crédito) es menor en la universidad promedio del alumno de colegios particulares pagados en relación a los de otros colegios. Esto tiene sentido puesto que se espera que la capacidad de pago sea mayor –y la necesidad de crédito, menor– entre quienes más dinero invirtieron por su educación media, es decir, quienes fueron a colegios particulares pagados. Desde este punto de vista, resulta positivo que la ayuda del Estado a estudiantes sea decreciente con la capacidad de pago revelada en la enseñanza media, lo que, sin duda, es un factor que explica el aumento de la cobertura del sistema.
En cambio, por el lado del aporte a la oferta, los datos son preocupantes. En efecto, el aporte fiscal por alumno en la universidad promedio de egresados de colegios particulares pagados es 34% superior al de la universidad típica de egresados de colegios municipales, y 53% mayor al aporte a la institución promedio de alumnos de colegios subvencionados. Esto significa, entonces, que el aporte a instituciones es altamente regresivo.
El resultado no debiera llamar la atención, si consideramos que, de acuerdo a la la Tabla, 53% del aporte a instituciones se explica por el AFD, el que se asigna arbitrariamente a las universidades que pertenecen al Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas. Como resultado de esta asignación de los recursos fiscales, la contribución fiscal total por alumno a las instituciones universitarias no difiere sustancialmente según colegio de origen de los estudiantes. En definitiva, el aporte a la demanda permite que alumnos de colegios municipales y particulares subvencionados puedan acceder a las universidades, pero la estructura de ayudas a las instituciones también contribuye a que la calidad de los recursos educativos que reciben esos estudiantes continúe siendo diferente a la que reciben los egresados de colegios particulares pagados.
Si tuviéramos que definir con una palabra el rol del Estado en el financiamiento de la educación superior chilena creemos que la más ajustada sería “bipolar”. Al observar los principales elementos del sistema de aporte económico estatal, da la impresión de que el esquema navega entre en dos extremos: o bien descansa plenamente en la elección del estudiante, como en el caso del CAE, o en el “nombre y apellido del beneficiario” (en el caso del AFD).
Por el lado del financiamiento a la demanda, incrementado en los últimos años por el Crédito con Aval del Estado (CAE), el análisis crítico es similar al que suele realizarse sobre los colegios subvencionados. ¿Es posible que, financiando a la demanda, surja una competencia entre instituciones por mejorar su calidad? Aunque teóricamente es plausible, la experiencia visible hasta ahora no promete un futuro auspicioso. La existencia de fuertes asimetrías de información hacen muy difícil para un estudiante –en muchos casos universitario de primera generación– evaluar imparcialmente la calidad ofrecida por una institución con pocos años de antigüedad, edificios bonitos y matricula creciente. Si a esto le suma un sistema de acreditación al que, siendo generoso, podría calificarse como deficiente, el cóctel es explosivo.
A pesar de los fuertes cuestionamientos (a nuestro juicio correctos) al sistema de “vouchers” a la educación media y básica, debemos reconocer que, al menos, había alguna consistencia lógica detrás de ese esquema. En el caso universitario, nos encontramos con una serie de “remiendos”, surgidos, en general, en respuesta a reclamos estudiantiles, a partir de un esquema original donde es difícil entender exactamente qué es lo que se está queriendo financiar y para qué. Por ejemplo, podría argumentarse que los AFD están destinados a pagar por investigación que beneficia al país. Aunque esto suena como un argumento razonable, cabría preguntarse por qué algunas universidades calificadas “con énfasis en docencia” (y que, en algunos casos, ni siquiera son estatales), reciben estos fondos.
Si realmente se quiere impulsar la calidad y distribuirla equitativamente, creemos que los dineros públicos deberían estar más vinculados al objeto de lo que se financia (educación universitaria de una calidad determinada) y no, como ahora, a los sujetos demandantes (estudiantes) o al oferente (universidades del CRUCH). Un ejemplo podría ser el tímido intento de los llamados “fondos basales por desempeño” (exclusivo para las universidades del CRUCH) relacionados a indicadores del tipo “proporción de docentes jornada completa con doctorado”, “publicaciones” y otros indicadores similares.
Si el Estado hubiera provisto incentivos para que sus recursos se utilizaran en insumos de calidad, quizás no hubiéramos sufrido una crisis como la que vivimos con la Universidad del Mar. Por otro lado, mientras el Estado siga asignando una parte sustancial de sus aportes con criterios históricos, de tradición y abolengo, no llamará la atención que, más allá de la notable expansión en la cobertura del sistema, las diferencias en calidad y, como resultado, la desigualdad de oportunidades sean fenómenos persistentes en la sociedad chilena.