Por Eugenio Giolito, Ph.D. en Economía, Universidad de Maryland, Estados Unidos y académico FEN UAH.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 93, 2015.
Aunque es muy difícil conocer con precisión los detalles del proyecto de gratuidad de la educación superior que el Gobierno enviará próximamente al Congreso, distintas fuentes coinciden en que la recaudación impositiva -fruto de la reforma tributaria- será insuficiente, por lo que probablemente se establezca un impuesto progresivo según capacidad contributiva a los estudiantes graduados con el fin de financiar (al menos parcialmente), esta política. De prosperar la propuesta, los estudiantes realizarán sin costo su carrera en la universidad que elijan (o la que los admita) contra una obligación tributaria futura que, al menos en parte, financiaría su educación.
¿Cuál sería la situación de las universidades? Según los medios periodísticos (1), estas recibirían un arancel basal determinado por carrera, igual para todas las instituciones, aunque podría existir un monto adicional para aquellas universidades con máxima acreditación, o por ejemplo con investigación.
La pregunta obvia ante este devenir de los acontecimientos es ¿cuán gratuita es esta gratuidad? Entre los defensores de esta propuesta, Atria y Sanhueza (2013) (2), consideran que para que exista gratuidad es fundamental que el sistema cumpla con i) responder a las necesidades de la sociedad, ii) sea gratis en el punto de servicio y iii) que se base en la necesidad y no en la capacidad de pago.
Al parecer, el hecho que – al menos en apariencia- desaparezca un “precio de mercado” exigible al estudiante y fijado por la universidad convertiría de la noche a la mañana un “bien de consumo” en un “derecho social”. Sería fascinante que así lo fuera, pero todavía parece no serlo. Primero, porque todos los estudiantes pagarán mañana lo que estudien hoy (como ocurre con la mayoría en este momento), y en el mejor de los casos existirá un precio administrado por el Estado (o múltiples precios si cada uno paga de acuerdo a su capacidad contributiva). Segundo, el monto del impuesto estará dado por el ingreso de los graduados, no por el de sus padres, por lo que un estudiante vulnerable que se convierta en un profesional exitoso terminará aportando un monto superior al de un profesional menos exitoso de una familia acomodada. Esto será así si creemos que el sistema universitario igualará de tal manera que no es posible saber con anterioridad quién será exitoso y quién no. Y si la universidad no cumple esa función, ¿importa tanto que el sistema que la financia sea progresivo o regresivo?
El sistema que rige actualmente está marcadamente dominado por el Crédito con Aval del Estado, que es un mecanismo por el cual se financian los estudios en universidades acreditadas por el monto de un arancel de referencia, fijado por el Estado, a un plazo de 10, 15 o 20 años a una tasa del 2% anual. El sistema vigente ya contempla en algún grado, la capacidad contributiva de los estudiantes al limitar el pago al 10% de la renta de quien en el pasado se endeudó para financiar sus estudios, quedando la diferencia a cargo del Estado. Como vemos, y esto dependerá del monto del impuesto (si finalmente se aprueba), no parece cambiar mucho el panorama de la mayoría de los estudiantes chilenos.
Entonces, ¿qué es lo que realmente cambia? La información disponible hasta el momento nos dice que el mayor cambio afectaría a las personas que hoy pagan su educación con el ingreso familiar. Ellos serían quienes entrarían al sistema de gratuidad (siempre y cuando todas las universidades adhirieran, ver Espinoza y Urzúa, 2014 (3). Este punto es uno de los más apoyados por los defensores de la gratuidad universal, pues de esta forma aparentemente se “igualaría la cancha” entre familias de diferente estrato socioeconómico y funcionaría como un antídoto para la desigualdad.
Si bien, a primera vista, este punto puede parecer como un correlato al “fin del copago” en la educación básica y media, se debe hacer una salvedad, a mi juicio, nada menor. Dadas las versiones respecto a que el arancel de referencia para la gratuidad puede variar entre universidades, cabe destacar, quizás como refuerzos de estas versiones, que dicha diferenciación ya existe en el sistema actual. La Figura 1 muestra en azul el arancel de referencia (utilizado para el CAE, por ejemplo) de las distintas universidades para la carrera de Ingeniería Comercial, en tanto que en rojo la diferencia entre el arancel cobrado por esas universidades y dicho arancel de referencia (por lo que el arancel real es el igual al alto de la columna), ordenados por arancel de referencia. Nótese que el arancel de referencia más alto (la PUC y luego la U. de Chile) es aproximadamente el doble que el arancel más bajo. El arancel de referencia se construye en base a tres indicadores institucionales: número de jornadas completas equivalentes (JCE) con magister y doctorado en proporción a los alumnos de pregrado (25%); número de proyectos FONDECYT y FONDEF (21%) y número de publicaciones ISI y Scielo (21%) como proporción del total de JCE con magíster y doctorados. Además, 32% del indicador se basa en la tasa de retención de los alumnos de primer año.
Como hemos visto, alrededor de un tercio del indicador que determina el arancel de referencia para el acceso a las ayudas estatales (¿y en el nuevo sistema de gratuidad?) se basa en un parámetro de “eficiencia docente”, que podría estar indicando otra cosa. La Figura 2 muestra la fuerte correlación entre el arancel de referencia y la PSU promedio de la Universidad. Esto podría resultar natural para quien no conoce el funcionamiento de la educación básica y media de Chile, incluso conociendo la controversia pública acerca de los contenidos de la PSU y lo que realmente “mide”. Con el riesgo de resultar redundante, creo que siempre es valioso darle una mirada a la Figura 3, que muestra la correlación entre la PSU promedio de todas las escuelas medias de Chile y el ingreso de los padres (tomadas de la encuesta a los padres de SIMCE). En resumen, el sistema de ayuda universitaria estatal hoy (y nada dice que vaya a cambiar) está otorgando algún tipo de ventaja a las universidades que reciben alumnos de nivel socioeconómico más alto (4).
El tema más delicado y urgente acerca del acceso a la educación superior es probablemente el que menos se discute. Independientemente si la educación es gratuita o no, o si la gratuidad se financia con un impuesto a los graduados, al cobre, o a los observatorios planetarios de Atacama, lo cierto es que los estudiantes ricos y pobres en Chile estudian en distintos colegios y universidades. Esto no sería distinto a lo que ocurre en cualquier lugar del mundo (en Harvard no abundan los alumnos pobres), si no fuera porque el Estado financia parte de esa educación a través de diversos mecanismo (aranceles de referencia, aporte fiscal indirecto, aporte fiscal directo a las universidades del CRUCH, etc.). Con este panorama, expandir el aporte fiscal sin tocar el problema de fondo sería agravarlo en lugar de mitigarlo.
No puedo finalizar este artículo sin comentar que quien lo escribe estudió gratis su pregrado (gratuidad universal) y su doctorado (porque no tenía otra forma de financiarlo y alguien creyó en mi capacidad y mi dedicación). Lo poco que aprendí fue en el segundo caso. Probablemente mi propia historia haya sesgado mi análisis, pero son tantos los recursos necesarios para que todos aquellos que cuenten con capacidad y dedicación puedan tener una formación que “nivele la cancha”, que lo que ahora estamos viendo suena como un enorme desperdicio.
1 Ver “Mineduc evalúa impuesto a titulados para llegar a gratuidad universal en educación superior”, por Paulina Salazar. En LA TERCERA, 30 de marzo de 2015.
2 Ver Fernando Atria y Claudia Sanhueza (2013), “Propuesta de Gratuidad
para la Educación Superior Chilena.” Instituto de Políticas Públicas. Universidad Diego Portales.
3 Por un análisis exhaustivo de la propuesta y de sus puntos más polémicos, ver Ricardo Espinoza y Sergio Urzúa (2014), “Gratuidad de la Educación Superior en Chile en Contexto.” CLAPES UC.
4 Otro ejemplo es el otorgamiento del Aporte Fiscal Indirecto (AFI), a las universidades que reciben los alumnos con mayor puntaje PSU.