Por Evangelina Dardati, PhD en Economía, Universidad de Texas en Austin.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 99, 2015.
El Servicio de Evaluación de Ambiental (SEA) es un organismo público cuyo objetivo es la evaluación ambiental de proyectos mediante el “Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental” (SEIA). El SEIA cumple la función de “introducir la dimensión ambiental en el diseño y la ejecución de los proyectos y actividades que se realizan en el país; a través de él se evalúa y certifica que las iniciativas, tanto del sector público como del sector privado, se encuentran en condiciones de cumplir con los requisitos ambientales que les son aplicables.”
Si bien su objetivo es claro y –a simple vista– se puede decir que las decisiones que toma son para el bien de la sociedad pues vela por un medio ambiente más limpio, muchas de estas no han estado exentas de controversias.
Por esta razón es que el Gobierno está evaluando la posibilidad de cambiar las reglas para la evaluación ambiental de cierta clase proyectos de alto impacto. La idea es generar una tramitación ambiental especial para iniciativas que por su “tamaño, ubicación y tipología” podrían requerir una evaluación diferente, que en la práctica hoy no existe.
¿Qué se puede decir de esto desde un punto de vista económico? Hay dos temas importantes que se esconden detrás de la reforma del SEIA. Uno es el problema de la regla vs. la discrecionalidad. El otro, es la importancia de tener buenas mediciones de los costos y los beneficios de los proyectos.
Respecto al primer punto, el SEIA funciona con ciertas reglas. Se aprueba un proyecto cuando cumple ciertas condiciones, se desaprueba cuando no las cumple. Tener reglas claras es positivo porque genera certidumbre y credibilidad en las políticas. Sin embargo, la principal desventaja es que estas reglas carecen de flexibilidad. Cuando las reglas se ponen a todos por igual, y existen proyectos que tienen características diferentes, se genera que buenos proyectos puedan ser demorados indefinidamente o que en última instancia, no se aprueben. Estos, por sus características especiales, no cumplen íntegramente la formula usada por el SEIA. Es por esta razón que la reforma del SEIA pretende introducir cierta discrecionalidad para permitir más flexibilidad con proyectos que tienen ciertas particularidades.
El segundo punto importante es que es necesario incorporar buenas mediciones -no solo de los costos ambientales de los proyectos- sino también de los beneficios de los mismos. La regulación ambiental óptima –además de tener en cuenta el daño en el medio ambiente– debe conocer también los costos en que deben incurrir las fuentes (personas, empresas, países) para reducir dichos daños. Si en el margen el costo de una unidad menos de emisión es mayor al daño que dicha unidad genera, es mejor no reducir esa última unidad. Medir el costo ambiental de los proyectos ambientales es generalmente fácil porque muchos proyectos solo afectan el ámbito local. Medir los beneficios de un proyecto implica
estimaciones de variables que muchas veces son más difíciles de medir. Por ejemplo, si tomamos un proyecto eléctrico, deberíamos preguntarnos cosas como: ¿cuánto bajará el costo de la energía de los consumidores el proyecto? ¿cuánto empleo generará? Si los precios de la energía se abaratan, ¿cómo repercutirá ello en la competitividad del país? Podemos evaluar muchos criterios para decidir si un proyecto es bueno o malo pero al final de cuenta lo que queremos contestar es: ¿vale la pena? Para contestar esta pregunta hay que poner en la balanza todos los factores, tanto positivos como negativos que sean pertinentes, y para ello, esforzarnos en medir correctamente tanto los costos como los beneficios.
Si la SEIA solo tiene en cuenta el impacto ambiental de los proyectos y no sus beneficios, podemos correr el riesgo de que algunos proyectos buenos para la sociedad se rechacen. Seguramente lo mejor para el medio ambiente sería tener contaminación cero. Pero la mayoría de las personas coinciden que es imposible llegar a un nivel de contaminación cero porque eso implica producción cero y consumo cero. Además, socialmente nadie quiere volver a la época de las cavernas donde no se contaminaba pero tampoco existía la electricidad. Entonces, cabe preguntarse: ¿cuál es el nivel óptimo de contaminación? Para tener una buena respuesta es necesario asignar recursos a la correcta medición tanto de los costos
como de los beneficios de los proyectos.
Este problema no es nuevo. A fines de los años 90, la Agencia Norteamericana de Protección Ambiental (EPA) se enfrentó a una situación con muchas similitudes a la que actualmente atraviesa el SEIA. En 1999 se declaró inconstitucional el criterio seguido por la EPA en la fijación de normas de calidad del aire. Dicho criterio establecía que las normas de calidad del aire no debían tener en cuenta los costos que implicaba su cumplimiento. Después de la apelación de la EPA se acordó someter a revisión alguno de sus criterios para establecer nuevas políticas ambientales.
En definitiva, otorgarle cierta discrecionalidad al SEIA para el tratamiento de ciertos proyectos es necesario y saludable en el corto plazo. En el largo plazo -y para poder aspirar a un desarrollo sustentable en donde haya crecimiento económico teniendo en cuenta el entorno ambiental- el SEIA debería poder tener mecanismos que le permitan medir correctamente los costos ambientales de los proyectos y también sus beneficios. Y con esta información tener una regla clara y creíble para decidir si un proyecto es bueno, es malo, o requiere ciertas modificaciones.