Por Eugenio Giolito* y Lucas Navarro**. *Académico FEN UAH. Ph.D. en Economía Universidad de Maryland. **Director Magíster en Economía UAH. Ph.D. en Economía Universidad de Georgetown.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 102, 2016.
Un aspecto relevante del nuevo sistema de gratuidad en la educación superior es cómo afectará a la situación financiera de las universidades. Si bien todavía no hay precisiones, se espera que las universidades reciban el arancel de referencia por cada alumno en gratuidad. Dada la diferencia entre los aranceles reales y los de referencia, las universidades han expresado preocupación sobre cómo van a financiar esa brecha. Sin embargo, más allá de esto, poco se ha discutido sobre el destino de los recursos financieros que reciban las universidades.
¿En qué vienen gastando sus ingresos las universidades en Chile? Esta pregunta surge frente a los costos que están financiando los aranceles reales de las universidades y, en relación a ello, cuáles debiera financiar el Estado.
Es importante que los fondos se destinen al aseguramiento de la calidad académica y, también, que la administración de los mismos sea eficiente. Cuando el financiamiento es privado, los costos de una administración ineficiente los paga totalmente la organización, pero cuando el financiamiento es público, se transfiere la carga de esa ineficiencia al resto de la sociedad, la que termina pagando muy caro por los servicios que obtiene. Nunca es deseable que el Estado financie ineficiencias, tampoco de las universidades con gratuidad, aunque se trate de instituciones sin fines de lucro, públicas o privadas, o con vocación de servicio social. Concretamente, parece legítimo que distintas organizaciones traten de atraer alumnos compitiendo mediante publicidad, pero la óptica cambia cuando se transforman en prestadores privados de un servicio público, caso en el cual esta competencia publicitaria se transforma en una pérdida neta para la sociedad.
Si bien este punto es sumamente válido, a esta altura debe dejar de ser un argumento para eternizar las demandas para financiar cualquier gasto de las instituciones de la gratuidad. En otras palabras, no hay que confundir arancel cero con gratuidad. Nada es gratis al final de cuentas y por lo tanto el objetivo debiera ser brindar educación de calidad, destinando una inmensa proporción de sus ingresos a este cometido. La eficiencia en la asignación de los recursos públicos que gestionarán las universidades con gratuidad tiene que ser una prioridad. No obstante que los datos que a continuación presentamos son agregados, y que sería aventurado determinar la calidad que ofrecen las universidades en base a ellos, también es claro que el centro de la calidad de la educación que se imparte está en lo que se destine a los académicos, y no tanto a los servicios conexos como administración y marketing. Como puede verse, existe una gran heterogeneidad en cómo administran las distintas universidades sus recursos.
El gráfico 1 muestra la composición del gasto de las distintas universidades del sistema. En el gráfico se agrupan las universidades en cuatro categorías: Estatales, Privadas Cruch, Privadas No Cruch con gratuidad y el resto de las Privadas No Cruch. Las universidades de los tres primeros grupos pueden recibir alumnos elegibles para estudiar con arancel cero. Se muestra el porcentaje de gastos en remuneraciones, gastos de administración y ventas, otros gastos operacionales y gastos no operacionales. En general, entre las universidades estatales el gasto en personal se ubica entre el 50 y 80% del total, y en las privadas con gratuidad entre el 40 y 65%. Sin embargo, al considerar la composición del gasto en remuneraciones (gráfico 2) se observa un menor porcentaje de gasto en académicos y mayor gasto en personal administrativo en las instituciones estatales que en el resto de las universidades con gratuidad. Si bien existe una alta variabilidad en las estructuras de costos explicada por distintas orientaciones en los tipos de carreras ofrecidas, por ejemplo algunas más técnicas y otras vinculadas a salud, habría que tomar con cuidado la idea de que el Estado financie cualquier tipo de gasto administrativo, y más aún de publicidad y marketing, relacionado a alumnos con gratuidad. Lo mismo aplica al financiamiento de las remuneraciones, que en muchos casos se vinculan en gran proporción no a académicos sino a gastos administrativos, de directivos, y otras contrataciones. Aquí podríamos preguntarnos si -dado que la intención es que el sistema de admisión a las universidades con gratuidad sea centralizado, y que la información sobre las mismas la brinde el sistema de acreditación- tiene algún valor informativo el gasto de ventas, sobre todo si los recursos provenientes para los mismos son públicos.
El ser instituciones acreditadas por al menos cuatro años (uno de los requisitos de elegibilidad establecido para las universidades privadas), podría ser una garantía de que la administración de los recursos es aceptable como para brindar una educación de calidad. Sin embargo, es bien sabido que persiste una elevada heterogeneidad en los estándares de las distintas universidades con gratuidad tanto en calidad de alumnos, como en la cantidad y calidad de profesores por alumno e infraestructura, entre otras características. Además, cabe preguntarse si seguirá ocurriendo -como es de esperar- si los alumnos con gratuidad con mejores credenciales en términos de PSU se seleccionarán en las universidades de mayor calidad y si, además, el sistema no permitirá reducir las diferencias entre quienes entran a las distintas universidades. De ser así, la reforma en la educación superior no tendrá ningún efecto importante en reducir la desigualdad en el futuro.
Sería una pésima inversión para el Estado financiar la educación de alumnos de bajos ingresos en universidades que otorgan títulos de baja rentabilidad en términos de inserción laboral e ingresos esperados. Resulta difícil creer que solo financiando la matrícula del 50% más vulnerable de la población se lograrán grandes cambios si no se toma en serio el desafío de buscar la excelencia académica en todo el sistema. El fijar como parámetro de calidad los cuatro años de acreditación en las áreas obligatorias es insuficiente. Es inconcebible y discriminatorio para los beneficiados del sistema mantener las tremendas diferencias académicas que existen entre las instituciones de educación superior con gratuidad. Resulta absolutamente necesario asegurarse que las instituciones participantes entreguen verdaderamente servicios de calidad a sus alumnos, que hagan un uso eficiente de los recursos públicos y que brinden una infraestructura que permita contar con un ambiente académico adecuado para los alumnos más vulnerables de la población a los que se está financiando.