Cuando se habla de productividad, hay dos ideas que vienen de modo inevitable a la mente; por un lado, parece ser algo muy importante, por otro, no sabemos mucho de ella.
Por Fernando Fuentes, M.A en Economía, Georgetown University, EE.UU., académico FEN- UAH.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 129, 2018.
¿Qué se entiende por productividad? En su definición más estándar, es la capacidad de producir una cantidad adicional de bienes con la misma cantidad de recursos. Su crecimiento se estima a partir del residuo de la función de producción, es decir, la parte del crecimiento no explicado por el aumento de los factores de producción: los más comunes, capital y trabajo. Como se mostrará más adelante, tiene dimensiones macro y microeconómicas, y está indirectamente influida también por aspectos de orden más sociológico y político.
¿Por qué es importante? Porque, aun cuando no se conoce bien cómo opera y de qué forma modificarla, existe consenso respecto de que los países que alcanzan un cierto nivel de desarrollo deben aumentar su productividad para efectos de continuar en sendas de crecimiento compatibles con una mejora sostenida en los niveles de vida de su población. Además, se asocia a mayores grados de inclusión social y menor desigualdad, en la medida en que, en parte, determina las condiciones del mercado laboral y afecta los salarios reales de equilibrio.
¿Qué antecedentes hay sobre la productividad en Chile? Según información proveniente de la Comisión Nacional de Productividad (CNP)1, se estima que durante el 2017 la productividad agregada para la economía chilena cayó entre -0,7% y -0,1%. Por otro lado, existe bastante acuerdo en que la década de los noventa del siglo pasado fueron los años dorados de la productividad, mostrando un incremento promedio de 2,3 puntos porcentuales de crecimiento por año. A partir del 2000, el escenario cambió, mostrando un crecimiento de 1,2% en el quinquenio 2000-2005, cayendo en -0,6% entre 2005 y 2010, y en -0,2% entre 2010 y 2015. Esta tendencia no muestra revertirse en los años 2016 y 2017. Esta caída es muy dependiente de lo que ha ocurrido en minería, siendo este sector el principal causante de esta desaceleración (explicada por menores inversiones y caída de la ley del mineral). Sin perjuicio de ello, la productividad no minera también ha mostrado desaceleración después de los noventa; desde 2,4% en el quinquenio 2000-2005 a 0,9% entre el 2005 y el 2010, y a 0,8% en el quinquenio 2010-2015.
¿Existe preocupación por el tema en el país? En Chile ha sido motivo de diversos estudios en los últimos años y, desde el punto de vista institucional, luego de la creación de la CNP antes referida con el objeto de hacer recomendaciones al Ejecutivo sobre medidas tendientes a aumentar la productividad, en agosto de 2018 fue lanzada la Oficina de Productividad y Emprendimiento Nacional (OPEN), que estará encargada de reducir los trámites burocráticos y lograr una simplificación regulatoria para fomentar la inversión.
¿Qué tipo de planteamientos específicos han sido visualizadas como relevantes para Chile? Además de la creación de la CNP y el lanzamiento de la OPEN, desde el 2003 han existido cuatro proyectos de ley asociados de manera directa al tema de la productividad; uno, que ya es ley, de iniciativa presidencial, del 2016; dos en tramitación, también de iniciativa presidencial, de los años 2003 y 2016, y un cuarto, de iniciativa parlamentaria, del 2015. Los temas planteados han sido de lo más variado, lo cual no es de extrañar teniendo en mente que no existe una teoría que muestre formas preferentes o más eficientes para incrementar la productividad de un país. El cuadro número 1 grafica un resumen con algunos ejemplos de los temas considerados en las mencionadas iniciativas.
¿Qué podemos concluir de esta variada y aparentemente inconexa red de medidas? Si bien es evidente que no existe una bala de plata para atacar el problema de la baja en la productividad, parece claro que el dilema se muestra muy asociado a lo que ocurre con los ciudadanos en el día a día de sus labores. No es que las medidas antes detalladas no sean importantes, pero es de prever que con alguna probabilidad no se podrán implementar, o no serán muy efectivas, si es que no se toma conciencia de que un desafío esencial de la productividad pasa en lo sustantivo por las personas, por sus deseos y frustraciones, sus logros y compromisos. Sobre todo, por su sensación de ser parte de un proyecto colectivo que les entrega confianza y esperanza para construir una vida mejor hacia el futuro. En esto hay mucho que avanzar para potenciar la sinergia entre el ambiente global que viva el país, y la posibilidad de llevar a cabo los cambios requeridos y que éstos tengan un real efecto sobre la productividad.
Un buen ejemplo de lo antes indicado está asociado al capital humano, contexto en que es necesario mejorar el sistema de formación técnica existente en Chile, el uso de la franquicia tributaria que utilizan las empresas para capacitar a sus trabajadores y la eficacia del gasto en capacitación que realiza el SENCE. Estos cambios son cruciales, pero, por un lado, son difíciles de implementar, por la imposibilidad de nuestro Estado para acometer las políticas necesarias, dada la fragmentación de las facultades en diversas instituciones, y por otro, para que tengan el efecto buscado en la productividad, es básico que los instrumentos definidos sean demandados y empleados. En ambos casos se requiere de un ambiente social de confianza y un proyecto de desarrollo compartido.
Desde hace ya varias décadas los economistas han tratado de entender el misterio que subyace tras los diferentes resultados que se observan entre países, respecto al crecimiento, el desarrollo, y en ese mismo contexto, la productividad. En esto, la teoría económica se enfrenta a las limitaciones que comparten todas las llamadas ciencias humanas; el objeto de estudio o bien es demasiado complejo o no es del todo predecible.
A pesar de la limitación antes indicada, hay cosas que sí sabemos. Del mismo modo como a una familia le va mejor cuando la relación entre sus miembros es más cercana, comprometida y recíproca; a un país le va mejor cuando sus ciudadanos comparten un conjunto de valores y principios básicos al trazar los caminos a seguir. Más importante que la dirección precisa que se elija, es la constancia y consistencia a través del tiempo. Esto es igualmente válido para la vida de una persona, como para grandes grupos humanos unidos por una cultura y una convivencia común.
¿Por qué nos fue tan bien en los noventa? Se han planteado diversas hipótesis, entre ellas, la cercanía de los
cambios estructurales que había vivido la economía en la década anterior. Sin perjuicio de que ello puede haber
sido un factor relevante, probablemente lo más importante haya sido que en esos años existía un consenso
básico respecto de los caminos a seguir; en la forma de administrar la economía y en la profundización del proceso de transición democrática. Eso avaló la llegada de un flujo de capitales nunca visto, cuyo impacto en el PIB y en la productividad fue impresionante.
Así como el verdadero desafío de la productividad pareciera que radica, al menos en parte significativa, en los
misterios de las sensaciones humanas, en especial la confianza y la esperanza, no cabe duda de que el real
enemigo de la productividad es el mal ambiente que se genera en una sociedad, lo que no sólo se asocia a fenómenos económicos, sino que también y, por sobre todo, a aspectos sociopolíticos.
En la dimensión económica, un enemigo relevante está representado por las malas prácticas empresariales, como la colusión y la ilegítima intromisión –por la vía de pagos a tercerosen las decisiones políticas, que tanto daño hacen a la confianza en el modelo de desarrollo.
En la dimensión sociopolítica, los enemigos centrales de la productividad son dos. Primero, el populismo, expresado como la tendencia a prometer en el ámbito político resultados económicos que son imposibles de lograr en los plazos enunciados. Ello, lleva a la desconfianza y al resentimiento frente al orden social, ya que los votantes que han sido cautivados por las ideas populistas terminan culpando de sus frustraciones al modelo económico seguido por el país. Segundo, las retroexcavadoras de cualquier tipo, ya que, aunque se piense de modo legítimo que las cosas se pueden hacer mejor, la crítica destructiva, que no reconoce los logros del pasado, lleva a desconfiar del futuro.
Debe quedar claro que todas las medidas que se han propuesto son buenas y, por cierto, necesarias para incrementar la productividad, pero para lograr que se implementen y que el uso de los instrumentos diseñados sea efectivo, se requiere enfrentar un desafío esencial. Este es, cambiar el ambiente humano que amenaza nuestra convivencia, con el propósito de retomar el camino de la década de oro y recuperar la confianza, base del desarrollo económico y el crecimiento.
Lo anterior sólo será posible en la medida en que vayamos desterrando (i) las malas prácticas empresariales, como las colusiones, el financiamiento ilegítimo de la política y la explotación del consumidor en cualquiera de sus formas; (ii) el inmovilismo que impide realizar los cambios regulatorios para efectos de aumentar la productividad, a veces avalado por grupos de interés; (iii) el populismo de los políticos que prometen lo que saben no podrán lograr en el ámbito de la economía; y (iv) las retroexcavadoras que desconocen lo mucho que ha logrado Chile.
Si como sociedad volvemos a creer en un camino común de desarrollo, que a todos favorezca, aunque sepamos que no resuelve de modo mágico los problemas, y permitimos de esta forma recuperar las confianzas para que no se desvanezcan los sueños de las personas, podremos entonces, y sólo entonces, mejorar nuestra productividad y vivir mejor, que al final del día es aquello que la gente realmente desea.