Por: Carlos García
Algunos economistas –defendiendo el modelo neoliberal– nos cuentan una verdadera película de terror, ante la sola idea de aumentar impuestos. La película de terror consiste en sostener que un aumento de impuestos desincentiva el crecimiento económico, porque provocaría que los más ricos huyan con sus fortunas a los paraísos fiscales, quedando las buenas intenciones de financiar el gasto social en nada. Peor aún, la economía se estancará y acabaremos siendo todos más pobres, sin mencionar la inestabilidad política que se generará por querer expropiar ganancias obtenidas justamente. Claro, a su entender, el pago de impuestos sería una especie de expropiación.
En definitiva, nos dicen que se debe renunciar a esta estrategia y dejar que el propio crecimiento económico solucione las inequidades sociales a través de un proceso llamado “chorreo”, que suena a todas luces a una situación de completa resignación y desesperanza: que los beneficios de los más ricos se transformen con el tiempo en más consumo e inversión, y que esos gastos promuevan el empleo y salarios más altos –y también los ingresos tributarios aumentarán porque habrá más ingresos imponibles–. En otras palabras, espérate sentado que tu turno ya llegará.
A estas alturas, debiera estar claro que esta promesa o propuesta de solución a inequidades sociales, simplemente no ha funcionado. Claro, está centrada en ganancias de los más ricos, no en solidarizar con los más pobres, con las personas que no pueden trabajar, que están enfermas, y mucho menos con quienes están jubilados. Ese es un desastre aparte.
Sin embargo, analicemos de todos modos los detalles de la película del terror. El efecto sobre el crecimiento es debatible.
Primero, las economías más desarrolladas cobran por lejos más impuestos que en Chile. Se puede argumentar que, según la teoría del chorreo, esos países cobraron bajos impuestos en una etapa temprana de su crecimiento, y que luego –en la medida que las economías se desarrollaron– los estados pudieron cobrar más impuestos, e incluso bajarlos. Un caso contradictorio con este argumento es la propia experiencia de los Estados Unidos, campeón del capitalismo. En efecto, el impuesto a los ingresos más altos en este país llegó a niveles tan altos como ¡el 80%!, entre 1950 y 1970. El promotor de esta política fue sin duda su presidente más exitoso de los últimos cien años, Franklin Delano Roosevelt, quien logró vencer en la Segunda Guerra Mundial, venció a la Gran Depresión y fue el padre del milagro económico americano del siglo XX. El argumento de Roosevelt fue incontestable: los impuestos son el precio que se debe pagar para tener una sociedad civilizada.
Luego, la amenaza de supuesta huida de los capitales a los paraísos fiscales. En este punto, el caso estadounidense es también ilustrativo. En la actualidad, cerca del 60% de las utilidades de las multinacionales de los Estados Unidos es registrado en paraísos fiscales como Irlanda y Bermudas. Pero la razón no es que estas multinacionales pueden libremente eludir impuestos por acto de magia a través de precios de transferencias, sino que el propio gobierno estadounidense lo permitió desde 1980 con la llegada de Reagan, promoviendo activamente una industria inmoral, cuyo único objetivo fue asesorar a las grandes empresas a reducir el pago de impuestos. En el caso nuestro en particular, los más ricos podrán eludir el pago de los impuestos solo si el Gobierno lo permite.
Tercero, la supuesta inestabilidad política. Volvamos al caso de Estados Unidos nuevamente. Desde que comenzaron las reducciones de impuesto cerca de 1980, en la sociedad estadounidense –y de una forma muy parecida al período previo de la Gran Depresión– se agudizó un fenómenos negativo y desestabilizador, cuyas raíces se encuentran en la política tributaria reciente: desigualdad creciente que ha provocado polarización política y especulación financiera destructiva. Basta recordar la Gran Recesión financiera del 2008 y la elección de Trump en este ambiente polarizado –populista, nacionalista y, según él, amante de los gastos en depreciación para reducir impuestos– que no solo ha puesto en peligro la estabilidad de su propio país sino de todo el mundo con sus conflictos con otros países.
Una democracia estable requiere que los ciudadanos, independientemente de su pobreza o riqueza, sientan que viven en un país justo. Que los ricos no puedan con sus fortunas manejar la economía a través de monopolios y la especulación de los mercados financieros. En este punto, es que la sobrevivencia de una democracia justa pasa por una economía de mercado que sea más solidaria, que dé oportunidades y apoyo a quienes lo necesitan, y los impuestos son una forma fundamental para recaudar los fondos para promover esas oportunidades y asegurar una sociedad estable en el largo plazo.
Finalmente, la pregunta de fondo, ¿cuánto deben subir los impuestos en Chile?, es aún una pregunta abierta. La respuesta general debe ser: el máximo que puedan pagar los ingresos más altos. Si bien un impuesto del 100% desalienta cualquier actividad, existe también, según cálculos de los economistas, un punto intermedio en que se logra aumentar sustancialmente los ingresos tributarios. Emmanuel Saez y Gabriel Zucman –dos destacados economistas de la Universidad de California, Berkeley– calculan que en los Estados Unidos los ingresos más altos debieran pagar impuestos promedio en torno al 60%, 20 puntos porcentuales por encima del promedio esperado para el 2020.
En el caso de Chile, el 1% de la población se lleva aproximadamente el 22% de los ingresos, según el artículo de Flores (y otros, 2019). Si la tasa marginal subiera para este grupo en 20% (de 40% al 60%) –y se hacen los esfuerzos necesarios para evitar la salida de ingresos a los paraísos fiscales– se recaudaría en torno al 4% del PIB en nuevos impuestos, número cercano a la propuesta de Nicolás Eyzaguirre, quien propone una reforma que recaude en torno al 5% del PIB. Poniendo en contexto, una reforma de esta magnitud permitiría casi duplicar el gasto en educación o el de salud cada año. Sin duda, varios pasos en dirección a una sociedad más justa.