Por: Marcela Perticará, académica FEN-UAH; Felipe Prado, estudiante FEN-UAH; Marcela Mandiola, académica FEN-UAH; y Santiago Canales, encargado de Experiencias Laborales FEN-UAH.
Publicado en revista Edición Especial de Observatorio Económico «La FEN piensa Chile».
Muchos se podrán cuestionar por qué la desigualdad es per se un problema. Ella es vista como un problema, que puede poner en peligro el desarrollo económico y social de los países, desde distintas perspectivas. En primer lugar, desde un punto de vista positivo (utilitarista) la inequidad es mala si genera externalidades negativas que comprometen el desarrollo y crecimiento económico mismo, al inhibir ciertas actividades o no permitir a la economía alcanzar eficiencia. Ejemplos hay muchos. Si la alta desigualdad genera por ejemplo menor inversión en capital humano que la óptima, esto puede comprometer directamente al crecimiento. En segundo lugar, desde un punto normativo podríamos no querer desigualdad (o tanta desigualdad) pues si en principio todos los miembros de una sociedad poseen los mismos derechos en las mismas condiciones, ¿por qué ha de ser admisible que unos puedan acceder a ciertos bienes y servicios y otros no? Esto es, independientemente que podamos o no crecer con desigualdad, podemos no quererla. Y no se trata de acceso a bienes suntuarios sino derecho a acceder a salud y vivienda de calidad. Hay una tercera perspectiva que en cierta manera es transversal a las dos anteriores, por cuanto una alta desigualdad y segmentación económica puede manifestarse en la vida social y política por medio de una carente capacidad de integración de los diversos miembros de la sociedad, y esto es particularmente preocupante cuando las clases dirigentes (o elite económica y política) desconocen la realidad del resto de las clases sociales. Este es más bien un mecanismo que potencia y reproduce la desigualdad, y es lo que podría estar explicando en el aumento en la desigualdad en el mundo en las últimas décadas y la explosión de movimientos de descontento que buscan revertir esta tendencia.
Chile ha sido un país desigual económica y socialmente desde sus orígenes (1). Desde el siglo XIX, a consecuencia de las políticas de los gobiernos conservadores, la desigualdad incrementó de forma sostenida hasta la llegada de los gobiernos liberales, proceso que se vio interrumpido de forma abrupta con el inicio de la guerra civil, que dio fin al gobierno del presidente Balmaceda. Con el fin de la guerra, dos nuevos fenómenos surgen. Por un lado, se origina una nueva clase social al amparo del crecimiento del Estado y la educación pública, la emergente clase media, pero, por el otro, se termina de conformar un sistema político altamente elitista, que no procesa las demandas sociales y reacciona ante estas con mucha violencia, dando espacio a episodios sumamente trágicos de nuestra historia, como la matanza Santa María.
Con el advenimiento de los gobiernos radicales, aumenta la participación de nuevos actores en el aparato del Estado. Las clases sociales populares junto a las capas medias lograron representar sus intereses en partidos políticos, principalmente el Partido Comunista (para las clases proletarias) y en el Partido Socialista (para las capas medias). En este proceso, que incluye a los gobiernos de los presidentes Frei y Allende, mejora de manera importante la distribución del ingreso. Pero, a partir del golpe de Estado, y durante el gobierno militar, se desarrolla una multiplicidad de reformas que cambiarían por completo el modelo de desarrollo económico sentando las bases del Chile que hoy conocemos. Las reformas educacionales (1981), laboral (1979), al sistema de pensiones (1982) y la Constitución (1980) son algunos ejemplos.
Las transformaciones realizadas por la dictadura tuvieron fuertes impactos en la sociedad civil, debilitando las instituciones públicas que habían permitido la integración social (como la educación pública) y las formas organizadas que sectores de la sociedad civil habían logrado configurar como los sindicatos). En contraposición, se genera una simbología de “progreso” y de ascenso social basada en el consumo, que exacerba el individualismo, y valida en cierta forma la desigualdad por cuanto se da en un contexto de crecimiento sostenido. En otras palabras, la desigualdad no aprieta, por cuanto mientras la torta estaba creciendo, todos (en mayor o menor medida) nos estamos beneficiando. Se acuña la teoría del derrame o chorreo.
A la par de las reformas, se sanciona la Constitución del ’80, que crea un sinfín de instituciones que actúan de camisa de fuerza una vez logrado el retorno a la democracia: el sistema binominal, la selección de distritos, las atribuciones del Tribunal Constitucional y los quórums sumamente altos actuarían como cerrojos cada vez que se planteara una reforma fundamental. El equilibrio resultante fue que sin importar quiénes ganaran las elecciones, no era posible plantear reformas al modelo. Así la injerencia de los gobiernos de turno se vio reducida a la ejecución de políticas públicas (muchas de ellas muy buenas) pero con el chaleco de fuerza de la Constitución.
Quizás el primer atisbo de reacción de la sociedad civil vino de la mano del movimiento pingüino (2006), que increpó fuertemente al gobierno y en principio lo obligó a escuchar sus demandas, pero fracasa en la práctica al no poder romper con la institucionalidad partidaria Los años siguientes surgieron movimientos sociales con una multiplicidad de intereses, el movimiento estudiantil universitario en 2011, las manifestaciones territoriales de Freirina y las demandas medioambientales, la oleada feminista y demás son ejemplos de aquello. Y fueron el preludio del estallido social de octubre.
Esta historia nos lleva hasta la actualidad. La sociedad chilena se encuentra en una encrucijada y la resolución del conflicto que hoy vivimos requiere, ante todo, de un esfuerzo sincero del entendimiento no solo del problema, sino también de las causas que han facilitado el escenario actual.
Sería valioso que se reconociera que la sociedad civil en este momento es uno de los interlocutores más fuertes con los que cuenta el Gobierno para contener y encauzar el estallido social. Debiera ser obvio, de esta experiencia y de las experiencias en otros contextos similares, que la sociedad civil es clave para expresar (y procesar a tiempo) conflictos latentes frente al estado y el mercado.
FUENTES
- Salazar, G., Pinto, J. (2014). Historia contemporánea de Chile III. La economía: mercados, empresarios y trabajadores. Santiago: LOM.
- Correa, S., Figueroa, S., Jocelyn-Holt, A., Rolle, C & Vicuña, M. (2001). Historia del siglo XX chileno. Santiago: Editorial sudamericana.
- Weber, J. (2018). Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Santiago: LOM.
- Atkinson, A. (2015). Desigualdad: ¿Qué podemos hacer? México: Fondo de Cultura económica.
- Bourdieu, P. (2012). La distinción: criterios y bases sociales del gusto. España: Taurus.
- Weber, J. (2019). Un borracho al volante. Desigualdad, malestar y violencia, en perspectiva histórica. 2019, de CIPER Sitio web: https://ciperchile.cl/2019/11/14/un-borracho-al-volante-desigualdad-malestar-y-violencia-en-perspectiva-historica/
- Salazar, G. (2019). El «reventón social» en Chile: una mirada histórica. 2019, de CIPER Sitio web: https://ciperchile.cl/2019/10/27/el-reventon-social-en-chile-una-mirada-historica/
- (1) https://ciperchile.cl/2019/11/14/un-borracho-al-volante-desigualdad-malestar-y-violencia-en-perspectiva-historica/