Por: Carlos J. García, Ph.D. en Economía, University of California (LA), EE.UU. Académico FEN- UAH
Publicado en revista Observatorio Económico Especial Octubre, 2020
En este último año, la economía – y el país en general- ha transitado por momentos dramáticos que están desafiado no solo su organización social sino también las políticas económicas.
El levantamiento social de octubre pasado puso en jaque los fundamentos neoliberales dejando en claro que el descontento ciudadano – sobre todo en las nuevas generaciones – en temas claves, escaló a una crisis política que finalmente terminó por capotar la Constitución del 80. Si bien el país creció establemente en las últimas décadas, la pobreza se redujo dramáticamente, y muchos bienes estuvieron al alcance de la población, la falta de equidad terminó por pasar la cuenta al modelo neoliberal.
Las condiciones para el cuestionamiento del modelo se gestaron como las fuerzas que desatan un terremoto. Estas se acumularon, bastando un chispazo para que el cataclismo se desatara. Después de un año, sin embargo, no parece tan extraño lo que sucedió. El modelo impuesto a la fuerza meses después del golpe militar, ganó ciertamente popularidad en la medida que la ola conservadora que llegaba desde los Estados Unidos y Europa barría con el estado de bienestar, los impuestos y la participación del Estado en la economía. Se sumaba el fracaso definitivo de la ex Unión Soviética, la caída del muro y el naufragio de Cuba. En los ochenta, el modelo lucía joven y con una fuerza transformadora imparable. Básicamente la solución pasaba por dejar a todos los mercados libres, con instituciones privadas que canalizarían los ahorros, la salud, la educación, la generación y distribución de energía, privatización del agua y varios etcéteras más. Incluso el provisionamiento de bienes públicos como carreteras dejaron de ser estatales.
Nuevos términos aparecieron: regulación, concesiones, seguros para casi todo, etc. El modelo no solo daba la razón a sus proponedores iniciales – mucho de ellos economistas de la Universidad de Chicago – sino cambiaba también la opinión de muchos de sus detractores, quienes en masa se pasaban al equipo contrario. Ni siquiera bastaron las alarmas de Paul Samuelson, Rudiger Dornbusch y otros importantes economistas. El triunfo era completo y final, la verdad del mercado se había revelado y el camino estaba trazado hacia el desarrollo.
No obstante, esta verdad revelada tenía muchos detalles e “imperfecciones”, que empezaron a notarse rápidamente. En efecto, si revisamos los manuales de economía, encontraremos las virtudes del mercado en los primeros capítulos, pero luego quedan muchos otros capítulos con las fallas de mercado. La competencia -ingrediente básico para que funcione el mercado- empezó a escasear apareciendo los carteles, acuerdos ilegales en que las empresas se ponen de acuerdo para cobrar precios inmoralmente altos a los consumidores: farmacias, alimentos, incluso el papel confort. La falta de información- otro supuesto para que el mercado funcione- campeó en temas claves como la educación, y nos llenamos de colegios y universidades de cuestionable calidad. La lista es larga en esto temas, las AFP, los bancos, el transporte público – aunque es privado mayoritariamente – y las Isapres, registraron utilidades extraordinarias para no decir escandalosas, aunque sus servicios y precios dejaban mucho que desear. Sin duda, que el envejecimiento de la población gatilló las primeras alarmas, los pensionados recibían pensiones miserables. Si bien crecían los salarios, los dueños del capital multiplicaban sus ganancias: aparecieron los autos deportivos, los cruceros, los barrios exclusivos, etc., en definitiva, los beneficios más importantes del modelo eran para algunos.
A estas alturas, el modelo había envejecido mal, su verdad parecía más bien una caricatura de folleto barato de economía. La falta de regulación se sentía por todas partes, en las condiciones de trabajo, la discriminación contra las mujeres, contra las minorías, el descuido mortal con los niños y niñas abandonados y maltratados, la acumulación excesiva de deuda, la degradación del medio ambiente, la falta de innovación, el abandono de los enfermos terminales y psiquiátricos, proliferación de enfermedades asociadas a la mala alimentación, etc. Además, en los últimos años, el crecimiento potencial de la economía cada vez fue menor. Bajo estas condiciones, solo un soplo bastó, para que el modelo se derrumbara. La caída del modelo no fue tranquila: con violencia excesiva, marchas, rabia, todo lamentable para un país que quiere ser civilizado. Así, ni siquiera los antiguos defensores del modelo neoliberal salieron a defenderlo.
En este contexto, se gatilló la segunda catástrofe: la pandemia del Covid19. Si bien la caída del modelo tenía mucho de nuestra propia realidad, la pandemia hizo crujir el modelo a escala global. Los economistas corrieron a desempolvar los libros de macroeconomía, para indicar que el ajuste del mercado no llegaría, y que, muy por el contrario, este se volvería intratable, llevándonos a la peor recesión de la era moderna.
Era el momento de escuchar a Samuelson, Krugman, Donrbusch y otros: política monetaria y fiscal a la vena. En definitiva, los mercados de capitales – accionarios, cambiario, de deuda, flujo de capitales, etc.- en vez de reaccionar en la dirección correcta entran en pánico y con ello, la magia del mercado deja de funcionar, se para la música, y el barco simplemente se hunde.
Ambos episodios nos dejan en claro, que, si bien el mercado funciona bien para algunos productos, bienes o servicios, en otros casos falla miserablemente. Es también una lección: no existen los dogmas en economía, las imperfecciones de mercado son reales, por tanto, la regulación, la participación del Estado, el aumento de impuestos a los más ricos, y la estabilización de la economía a través de diferentes instrumentos – incluidos la modernización de la política monetaria que debe ir más allá de la inflación e incluir el pleno empleo- son necesarias. En una nueva Constitución deben estar estos requerimientos. Puede ser que en un comienzo cueste – incluso con menos crecimiento – pero en el largo plazo lograríamos tener una sociedad más justa y menos individualista, aumentando las posibilidades éxito.