Realismo y Clientelismo Político: ¿Hay espacio para profesionalización del Estado?

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Por Eduardo Abarzúa C.,  Ph.D. en Ciencias del Trabajo (Bélgica), Director Magíster en Gestión de Personas en Organizaciones de la Facultad de Economía y Negocios, Universidad Alberto Hurtado.

Artículo publicado en Revista Observatorio Económico Nº 65, agosto de 2012

Hace un par de meses, nos encontramos en la prensa con una polémica entre el senador Girardi y el ex ministro Velasco que puso en el tapete el viejo tema del clientelismo político. Velasco acusó al senador de exigirle poner militantes de su partido en el Ministerio de Hacienda antes de asumir y, ante su negativa habría recibido la amenaza de boicot a sus proyectos de ley en el parlamento. Es decir, fue chantajeado. De vuelta, el senador denuncia que el ex ministro habría hecho lobby a favor de Endesa para que la Dirección de Aguas le diera derechos a dicha empresa. Es decir, lo acusa de corrupción. Sin tomar partido y sin emitir juicios sobre la veracidad de los hechos anteriores, vale la pena examinarlos y ensayar algunas propuestas para mejorar la gestión del Estado.

La primera cuestión es si las actuaciones descritas son legítimas, la segunda, si contribuyen a una buena gestión del Estado y en tercer lugar, ver qué se puede hacer para reforzar lo que parece cívicamente razonable.

La pregunta por la legitimidad parece responderse sola: de ser ciertos los hechos estaríamos ante una presión indebida de un parlamentario sobre un ministro, una muestra más del cuoteo político que a todas luces suena impropio y oscuro. Pero examinemos con más detalle el hecho; cuando una coalición llega al poder se producen una serie de negociaciones y presiones de partidos políticos y otros actores para influir en la designación de autoridades en cargos que consideran claves y que, a la larga, les permiten trascendencia e influencia en la gestión del Estado. Para la ciudadanía y ese será siempre el discurso el presidente ha elegido a los mejores y sus ministros harán lo propio, como todos los equipos de cualquier administración. La figura sacra del presidente, el mejor de todos, sólo nos permite imaginarlo con total autonomía para tomar decisiones (con la sola consideración del bien común). La realidad, algo más cruda, completa la escena anterior con los partidos de la coalición y los cercanos, componiendo un gabinete, que luego de algunas escaramuzas, reflejará el “equilibrio” de los aliados y cercanos. Relatado así, suena impropio, peor aún cuando incluye detalles y nombres, pero creo que es legítimo decir que aquel que ha ganado en las urnas para gobernar, ha sido empoderado también para nombrar a su equipo con plena autonomía y deberá rendir cuentas de la efectividad de dicho proceso. Por supuesto, entremedio habrá presiones de todo tipo.

Luego en los niveles siguientes, ocurrirá algo parecido, cada líder intentará alimentar su poder instalando a sus leales y distribuirá recursos que, en estos cargos, son una de las bases de su poder. El problema se produce cuando las estructuras de los partidos son sólo eso, un grupo que se sostiene más por un proyecto de control interno y del Estado que por expresar una visión de país que busca representar el sentir de la ciudadanía. El examen de los métodos en dicho contexto no necesariamente se sustentan en la legitimidad, sino en la consecución de los objetivos de poder y control. Por otra parte, tampoco sería legítimo que un Ministro, elegido para cuidar y representar los intereses del Estado, fuera capturado por algún grupo económico a cambio de algún tipo de incentivo y por esa vía intentara alterar la decisión soberana de otro poder del Estado, perdiendo de vista el bien común.

Los dos fenómenos antes descritos encajarían dentro del concepto de clientelismo, es decir, un sistema de intercambios entre dos actores, donde uno de ellos posee los recursos para alterar el mandato o el bien común como fundamento decisional, en beneficio de sus propios intereses, cuestión que normalmente denominamos corrupción. El primero de los fenómenos descritos, en que un parlamentario intenta colocar a los suyos en determinados cargos, describe una suerte de clientelismo administrativo, donde el intercambio es de lealtad y sumisión a cambio de un puesto que permite ingresos y proyección al ciudadano beneficiado. Lo que se transa son espacios en la gestión del Estado. En un sentido más amplio este tipo de clientelismo supone la posibilidad de repartir bienes (un cargo, un subsidio, etc.) o favores de manera selectiva a cambio del alineamiento y la sumisión al mandante. Por otro lado, el segundo hecho descrito en que un ministro se subordina a un actor empresarial, nos pondría frente a un clientelismo de tipo político-económico. Acá lo que se intercambiaría es la autoridad (como representante del Estado) por la riqueza económica del empresario. Esta forma de clientelismo, no sólo convive con la anterior, sino que en algunos casos se superpone, en especial en países en que la clase política y los grupos económicos se encuentran fusionados.

Finalmente, la discusión debe ser cómo el Estado se protege de dichas formas de corrupción. En el tema del clientelismo administrativo, la gestión de dotaciones del sector público requiere una cuidadosa atención. Si bien es cierto, la gestión moderna de personas pone el acento en la flexibilidad e individuación de las prácticas de recursos humanos, una excesiva flexibilidad en la gestión de dotaciones podría significar la posibilidad que cada coalición cambiara completamente la estructura del Estado, con la sola perspectiva de favorecer a aquellos que “trabajaron” en su elección. Para qué hablar de la posibilidad de agrandar el Estado en vísperas de elecciones. La cuestión de la estabilidad y no de la inamovilidad, no exime de la evaluación del desempeño y la rendición de cuentas a cada uno de los funcionarios de planta, es por ello que en el sector público se habla de meritocracia: el lugar en que reina la cultura del trabajo bien hecho y el reconocimiento a los mejores. Asimismo, son relevantes los avances efectuados a través del Sistema del Alta Dirección Pública limitando el número de nombramientos de exclusiva confianza del presidente de la república, favoreciendo la profesionalización: hoy son 917 los cargos sometidos a concurso público de I y II nivel jerárquico (reduciéndose a 1180 los ministros, subsecretarios, intendentes, embajadores y otros nombrados por el presidente) Sin embargo, para los cargos concursados queda por avanzar en una efectiva consideración del desempeño, a través de un real peso del convenio de desempeño y de una institucionalidad que equilibre el argumento de “confianza política” al momento de desvincular a un gerente público elegido por esa vía. Del mismo modo, es evidente que existen muchos cargos de II nivel jerárquico (directores regionales y jefes de división) adscritos al sistema, a los cuales se les podría aplicar únicamente una medición de desempeño a la hora de decidir su renovación o continuidad. ¿O alguien cree que el director del Centro de Referencia de Salud de Maipú o el Director de Informática del Registro Civil y otros muchos cargos, necesitan ser de confianza política de la autoridad de turno para que el profesional seleccionado ejerza a cabalidad su función?

Por otro lado, en cuanto al clientelismo político-económico nuestras reformas han sido tibias. Lo único significativo es la ley de probidad administrativa, que define una suerte de latencia ocupacional, impidiendo a los profesionales que se desempeñan en instituciones de sectores regulados (superintendencias), emplearse en el mismo sector que regulaban por seis meses luego de cesados en sus funciones. Si bien, en la misma ley las autoridades que llegan al sector público deben declarar sus intereses y patrimonio, nada se dice del formato, que puede llegar a ser de puño y letra (ilegible), ni tampoco se designa a alguna institución que investigue la veracidad de dicha declaración. No es de extrañar entonces que en los casos de conflictos de intereses encontremos más denuncias y renuncias que condenas. Una mención especial requiere la dificultad para regular el lobby y consistentemente el financiamiento de los partidos políticos, todos proyectos de ley con sospechosos años de largo análisis. Del mismo modo, es el autocontrol el que impide la publicación de opiniones denominadas “científicas o independientes” en medios de comunicación, por reconocidos profesionales que figuran como asesores pagados por las empresas interesadas en la materia.

Como hemos visto, el diseño de mecanismos de protección de la captura del Estado por lógicas clientelares no es un asunto banal. En general, tendemos a rechazar con más fuerza el segundo tipo de clientelismo, pues nos parece más nítida la corrupción a través del enriquecimiento ilícito. En el clientelismo administrativo, vemos una motivación de sobrevivencia, sin embargo, sus impactos son los mismos. En ambos casos, en el Estado se instala de apoco una forma de relación social sustentada en un sentido común de normalidad de dichas prácticas, quedando relegado al terreno del idealismo, por inaplicable, el espíritu cívico y peor aún, el imperio de la ley.

Al mismo tiempo se instala una cultura dentro y fuera del Estado- de legitimidad del fraude: si todos lo hacen porqué yo haré algo distinto, o si yo no lo hago, otros lo harán y yo no ganaré nada, me excluirán o perderé mi influencia o trabajo. Todo lo anterior, sin necesidad de ser moralista, causa un debilitamiento de la nación y de las relaciones sociales fundadas en el trabajo y el mérito como motores de la democracia y del desarrollo.

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