La gobernabilidad en la sociedad que vivimos y que en general resulta la más aceptada en este lado del hemisferio, reposa en un buen ajuste y congruencia entre el rol del Estado, la influencia del mercado y de la sociedad civil. Y las respectivas relaciones de estas entidades.
Por: Eduardo Abarzúa C. Ph.D. en Ciencias del trabajo, Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Decano, Facultad de Economía y Negocios, Universidad Alberto Hurtado.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 142, 2019.
¿Cómo se construye gobernabilidad en una sociedad democrática? En estos días, esa es la pregunta urgente y cuya respuesta se ha expresado en todos los rincones de nuestro país, pero si revisamos las últimas protestas sociales no es sorprendente, a excepción de su magnitud que ha paralizado Chile.
El movimiento de los estudiantes secundarios (los pingüinos) del 2006, el universitario del 2011, los territoriales en Magallanes y Aysén, el Movimiento No+AFP; y el contra el acoso y abuso de género del 2018 que se expresó, de forma contundente, este último 8 de marzo instalaron la cuestión de la justicia, el poder y el trato igualitario en una sociedad desigual, siendo descrito de forma sistemática por distintos autores y organismos internacionales, como el PNUD, hace más de 20 años, haciendo contrapunto con el “jaguar” y emprendedor que simboliza el personaje de “Faúndez” y la Torre Telefónica, hoy espacio de proyección de creatividad expresada en diversos mensajes contundentes.
La gobernabilidad en la sociedad que vivimos y que en general resulta la más aceptada en este lado del hemisferio, reposa en un buen ajuste y congruencia entre el rol del Estado, la influencia del mercado y de la sociedad civil. Y las respectivas relaciones de estas entidades.
Revisemos, intentando esbozar lo que sucede en nuestro país sobre la situación de esta triada.
En gran parte el diseño de nuestro Estado se estructuró, en dictadura, a partir de varios preceptos generados durante ese período histórico, en particular se escrituró e instaló una Constitución de forma no democrática que, a pesar de haber sido reformada, sigue conservando una base autoritaria que limita la influencia de la política o la expresión de intereses divergentes en nuestros arreglos institucionales y que hereda la legislación derivada. No en vano, la máxima tensión se ha producido en torno a una reforma constitucional. En este instrumento se consagra una idea autoritaria de la sociedad y califica de desorden el disenso, dejando en una autoridad suprema (el Presidente de la República) la atribución de gobernar. Además, se consagra la Doctrina de Seguridad Interior del Estado, poniendo en peligro los derechos fundamentales al calificar las conductas terroristas en el mencionado texto.
Otro aspecto que la magnitud y la expresión del malestar no nos deja ver, es un modelo de Estado que instala el centralismo y la desigualdad territorial, dejando a las municipalidades más vulnerables dependientes de un mal llamado Fondo Común Municipal, que más que compensar, refuerza una suerte de apartheid social, distribuyendo territorial y económicamente el acceso a la salud, la educación, el bienestar y la seguridad ciudadana.
Cuando se examina el rol del mercado en nuestra sociedad, también debemos ir a la Constitución para encontrar algunas explicaciones. En efecto, en materia económica el Estado quedó restringido a un rol subsidiario (no empresarial), traspasando de una forma revolucionaria, al mercado prácticamente todas las esferas posibles y las relaciones sociales que se generan, sin mención, a algún rol en la redistribución o el crecimiento1. Por otro lado, se le entrega una radical preeminencia a lo privado por sobre lo público, lo que queda de manifiesto en la gran cantidad de regulaciones que tiene nuestra Constitución sobre la propiedad (una de las mayores en el mundo). Así el Estado sólo garantiza la libertad de elegir, no el derecho, privatizando áreas que hoy países de mayor IDH le entregan estatus de derechos sociales: educación, salud, pensiones (ahorro individual obligatorio) y servicios básicos (agua, energía, transporte público). El resultado son áreas básicas que cumplen su propósito en la medida que los ingresos individuales permiten pagar por ellos, quedando la inmensa mayoría de la población bajo un sistema de provisión estatal, en condiciones insuficientes, en materias de educación, salud y protección social (pilar solidario). Cuestión que sólo es “corregida” por la vía de subsidios o bonos para la población en extrema pobreza bajo la doctrina de focalización del gasto público.
La intervención/corrección del mercado se ha dado por la vía de la promoción de la libre competencia y la protección del consumidor. Se ha creado una institucionalidad que persigue las prácticas colusorias, los abusos de posición monopólica y las concentraciones (Fiscalía Nacional Económica en 1997 y Tribunal de la Libre Competencia, en el año 2004) y que protege los derechos del consumidor (SERNAC). Sin embargo, hemos asistido a hechos de colusión en distintos mercados de bienes y servicios que han dejado en evidencia que las penalidades contempladas no tienen efecto, pero sucesivos proyectos no han podido introducir penas más duras para, de manera efectiva, disuadir y perseguir estos delitos. Algo parecido ocurre con los derechos del consumidor, el SERNAC es una institución que sólo recibe reclamos, perdiendo el año 2018 en el Tribunal Constitucional sus facultades sancionatorias y de generar normativas que le permitirían cumplir un rol efectivo de protección y tutela de derechos. Del mismo modo, se ha optado por un modelo regulatorio a través de entidades que actúan como supervisoras por mercados, agregándose tardíamente nuevas áreas, por ejemplo, Sanitarias, Educación y quedando otras como Infraestructura Pública desreguladas y, en general, siendo débil los flujos de información entre reguladores y la intervención de dichos entes en la política pública.
Finalmente, respecto de la sociedad civil, es importante anotar que la movilización en curso nos comprueba de golpe la visión teórica que señala que su acción busca limitar el poder político y del Estado, pero sin intentar transformarse en él. La gobernabilidad, el rol del Estado y de la política, no consiste en decir que se ha escuchado o que todos somos culpables, eso no es más que buscar transformarse y volverse uno con la sociedad civil, renunciando a la necesaria politización del conflicto, que no significa más que representar intereses y conducir el movimiento social. Sin embargo, el diseño de Estado y el efecto de una lógica de mercado con poca regulación desperfiló la acción colectiva que empuja la sociedad civil, debilitando elementos simbólicos como lo es adherir a un proyecto común que trasciende el mero interés individual. Así también aparece debilitado institucionalmente el rol de organizaciones representativas o portadoras del interés colectivo (juntas de vecinos, colegios profesionales, organizaciones comunitarias, etc.) que se vuelven intrascendentes dado su escaso poder de incidencia, quedando sujeta su acción a voluntariado y altruismo. Cuando se reconocen derechos en nuestra sociedad parece tener más vigencia el consumidor que el ciudadano, consecuentemente hasta el día de hoy no se ha podido instalar la figura de un Defensor (Ondbudsman) que pueda actuar proactiva y sancionatoriamente en la defensa de los derechos de las personas.
Las relaciones entre actores también son objeto de nuestro análisis, siendo claro ejemplo nuestro modelo de relaciones laborales que contribuye muy poco al equilibrio entre empleadores y trabajadores, por lo mismo, no tiene el efecto redistributivo que reconoce la OCDE al diálogo social y la negociación colectiva entre actores laborales. No en vano las mayores tensiones en materia de reforma laboral se han producido respecto de la distribución del poder y la capacidad de influencia de los actores. Por ejemplo, respecto de quién representa a los trabajadores, poniéndose en tensión la preminencia del interés individual o el interés colectivo, que se expresa en la dicotomía del unicato sindical versus privilegiar el derecho de elección de la representación sindical, generándose a nivel de la empresa más de un sindicato, lo que debilita el poder del actor. Lo anterior se combina con una negociación descentralizada, a nivel de la firma, que deja afuera una parte importante de establecimientos que reúnen el grueso del empleo formal, quedando una gran masa de trabajadores sin poder ejercer el derecho a huelga y sindicalización.
Otro factor de asimetría de poder entre actores, es el efecto de la huelga como mecanismo de presión: durante años se permitió la contratación de trabajadores para hacer frente a la huelga y que en la reforma del 2016 ha sido sustituido por servicios mínimos que las partes deben acordar. En materia de derechos laborales de trabajadores públicos hay aún cuestiones que son insostenibles en el siglo XXI, por ejemplo, que nuestra constitución prohíbe el derecho a negociación colectiva y huelga a los servidores públicos.
Con todo, la tasa de sindicalización ha ido aumentando en 4,5 puntos entre los años 2010 y 2018, siendo el promedio de los países OCDE de 17,1%. Si se utiliza la cantidad de trabajadores cubiertos por la negociación colectiva las cifras cambian: estarían cubiertos un 20,9% de los trabajadores por la negociación colectiva, cuando el promedio OCDE es de 47,3%. Frente a estos datos surge la pregunta por la conflictividad huelguística y su magnitud: según los datos del último informe del Observatorio de Huelgas Laborales, nuestro país presenta la segunda tasa más alta de conflictividad laboral de la OCDE, únicamente detrás de Francia.
Esta última situación, la de un conjunto de normas que no sólo son incapaces de canalizar los conflictos, sino que, además ocultan su verdadera magnitud, puede constituir una metáfora de lo que ha ido ocurriendo en el país hasta el estallido de la presente crisis social.
El futuro está cargado de la incertidumbre y esperanza propias de un momento que se pretende refundacional. Como sea, el proceso constituyente acordado, en la medida que supere las deficiencias de representación que muchos sectores le imputan, será el momento de debatir sobre las nuevas formas de relación y articulación entre los componentes del sistema que hemos analizado. El marco regulatorio, en el nivel constitucional, establece los elementos básicos sobre los cuales se darán esas relaciones.
Así, probablemente la articulación Estado-Mercado se dará sobre condiciones distintas a la subsidiaridad como principio que inhibe la actividad pública respecto de la privada, en consideración a las evidentes demandas de presencia del Estado como garante de bienes y servicios, especialmente los dirigidos a sectores vulnerables, hasta hoy entregados a la lógica privada de la rentabilidad. En el mismo sentido, es probable que se vuelva a abrir espacio a la idea de proyectos de desarrollo nacional en los que el Estado juegue un rol relevante y directo. Es presumible que también haya la necesidad de reforzar los principios tendientes a asegurar la probidad y transparencia de cada uno y de las relaciones entre ambos.
En cuanto a los vínculos entre el Estado y la Sociedad Civil, las nuevas normas tendrán que hacerse cargo de la fuerte demanda por participación de una sociedad que, como se ha demostrado, no está dispuesta a seguir siendo actor pasivo de lo que ocurre. Ello es del todo pertinente también en el sentido de elevar los niveles de involucramiento y afección ciudadana respecto de las instituciones públicas. Su debilitamiento está en la base de la actual crisis de legitimidad del sistema político e impone la necesidad de establecer elementos constitucionales que aseguren formas efectivas de organización ciudadana para el seguimiento de la actividad pública.
En relación a la nueva articulación entre el Mercado y la Sociedad Civil, es esperable que ella deje de ser, como hasta hoy, una en el que el primero funciona a través de normas y criterios que la segunda debe dar por ciertos e inmutables. Deberán favorecerse condiciones para la organización y defensa de la ciudadanía frente a aquellas situaciones en que el funcionamiento del mercado genere efectos indeseados, así como mecanismos que trasparenten dicho funcionamiento, de manera de reconocer que la sociedad civil es parte de la gobernabilidad de un mercado que tendrá un rol relevante en la economía, pero que ya no podrá seguir siendo un territorio sólo abierto a unos pocos entendidos.
Finalmente, la articulación de estos componentes en su conjunto, como es evidente, deberá constituir parte muy relevante de una idea compartida de país, que es parte de lo que se espera que chilenos y chilenas definan en el proceso constituyente.
Junto a la incorporación sustantiva de los derechos humanos como variable central del nuevo ordenamiento y la revalidación de una democracia que equilibre representación y participación efectiva, entre otros, el nuevo modo en que se articulen los componentes descritos será uno de los elementos esenciales sobre los que deberán definirse las reglas de nuestra convivencia futura de nuestra sociedad en cuya definición, por primera vez en nuestra historia, todos y todas podremos incidir.
Referencia:
Véase de Manuel Gárate Chateau, La Revolución Capitalista de Chile, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2012.