Hidroaysén y las regiones

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Artículo publicado en Observatorio Económico n° 52, Mayo 2011

Por Pablo González, Ph.D. en Economía, University of Texas A&M. Profesor Facultad de Economía y Negocios, UAH
N°: GM1E75A0ROK01

La aprobación del proyecto Hidroaysén parece ya una realidad y para muchos queda la sensación de una discusión que no ocurrió.

El proyecto tiene larga data. Hubo un primer intento de tramitación que consideraba tanto las represas como la línea de transmisión en forma conjunta. Ese proyecto fue retirado y se decidió solicitar por separado las aprobaciones de las represas y de la línea de transmisión. El cambio, visto por los opositores como un ardid, puede, sin embargo, abrir una oportunidad para una discusión más seria y profunda.

El tendido de la futura línea de transmisión asume que la energía debe estar disponible principalmente en la Región Metropolitana. Por lo que ha trascendido, esa línea de transmisión sería una línea “dedicada”, en el sentido de que no podría ser “pinchada” en su trayecto. Sólo admitiría un destino final donde se instalarán las centrales de transformación que permitirán el uso en Santiago, o redireccionarla, a partir de allí, a otras partes del país.

La gran interrogante para el Estado, en su misión de generar un desarrollo armónico, es si efectivamente queremos que esa energía llegue a la Región Metropolitana.

Quienes se han dedicado a analizar los procesos de desarrollo de industrias y de las ciudades saben que la localización de los insumos y los mercados de destinos son dos determinantes clave. Y la energía es un insumo crítico para la instalación de la actividad productiva. Pero sabemos también que en muchos casos esa actividad productiva está ligada a contaminación, deterioro de la calidad de vida de los sectores aledaños, generación de externalidades y muy posiblemente del surgimiento o empeoramiento de problemas de congestión, como es el caso en las vías de tránsito y los sistemas de transporte en general. La generación de una gran urbe puede traer aparejada mayores problemas sanitarios, de convivencia, de seguridad y saturación de los sistemas de salud y educación pública, sin dejar de tener en cuenta el deterioro de la representatividad de los ciudadanos que incrementan sus niveles de anonimato. Por ejemplo, una mayor concentración en Santiago podría generar más problemas de contaminación y afectar la salud. Los costos de mitigación en este caso los terminaría pagando toda la sociedad chilena, incluidas las regiones, a través de programas solventados con rentas generales.

Ya contamos con parte de la energía requerida para el desarrollo, nos guste o no. Pero tenemos que decidir dónde ponemos este insumo crítico. ¿Deseamos concentrar más la actividad productiva (con sus beneficios en términos de generación de empleo, por ejemplo) y sus externalidades (tanto positivas como negativas) en la Región Metropolitana? ¿Será mejor disponer de ella en alguna otra ciudad o región? ¿Tiene o le corresponde al Estado realizar una opción sobre la forma de desarrollarse?

Pongámoslo en estos términos: si los costos de (re)transmisión de Santiago a Concepción (por tomar un ejemplo) es el mismo que de Concepción a Santiago, ¿para qué construir la red hasta Santiago? Si esos costos no fueran los mismos, se estaría abaratando la energía en el punto en el cual se transforma, lo que involucra un cambio en la oferta relativa de energía y por lo tanto cambios en los costos de producción al comparar localizaciones.

Tenemos un indicio de que quizás la mejor opción para el sector privado es poner la energía en Santiago, pero quizás esa no es la mejor opción para la sociedad. ¿Será o no más rentable socialmente que la energía se transforme en polo de atracción de inversiones productivas en otra ciudad, y que eventualmente la energía sea redireccionada para cubrir las necesidades que Santiago vaya generando?

La tramitación de la aprobación de la red de transmisión debería ser más que un check-list sobre si se cumple o no la normativa medioambiental. En esta etapa el Estado debiera tener un instrumento para orientar el proyecto a donde lo considere más conveniente, y para evitar o reducir externalidades negativas. Si ese instrumento no existe, es imperioso generarlo para no repetir la experiencia de un megaproyecto como el Transantiago, que generó una importante carga para la sociedad, requirió de un mayor esfuerzo fiscal focalizado geográficamente y desvió recursos que podrían haber sido usados para salud o educación. En pocas palabras, desde la óptica de la política pública, el Estado debe tener una posición basada en la evaluación de los costos y beneficios sociales y disponer de los instrumentos legales para poder ejercer su opción.

 

 

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